Hace un siglo, los movimientos de vanguardias, tomando esta palabra del campo semántico de tantas guerras como se avecinaban, deshumanizaron el arte para intentar reflejar un mundo que tampoco tenía demasiado de humano, en plena espiral futurista, dadaísta y surrealista hacia la desembocadura de la misma guerra mundial versión dos, que fue lo que ya empujó a los artistas más sensibles del globo a volver la vista al esperpento de Valle-Inclán y a las pinturas negras de Goya, que habían intentado avisar en vano, como ceros a la izquierda en un mundo que se precipitaba hacia la bomba atómica que sólo nos dejó en claro el absurdo en escena tras la deflagración, algo así como a Vladimir y a Estragón esperando a Godot. A partir de entonces, nuestra sociedad civilizada tuvo que hacerse de nuevo, como si la historia de la humanidad fuera una fórmula libresca que en rigor nunca hubiera existido cronológicamente y todos fuésemos hijos repentinos de esa náusea que patentó Sartre. La frialdad se fue templando y la mayoría de los países que aspiraban a que el futuro fuese lo que era contribuyeron, desde sus realidades o sus ficciones, a engordar eso que llamaríamos Estado del Bienestar, obesa y obtusa abstracción de la que no tardaremos en reconocer que entre todos la engordamos y ninguno la mató.
Ajenos a esa construcción virtual que algunos llamaron la posmodernidad, sobrevivieron algunas mentes lúcidas a lomos de ese humor que, por necesidad, se convierte en sinónimo de inteligencia. En nuestro país, por ejemplo, trazaron su disimulada curva de ballesta, en torno a una torpe e indolente censura, genios de la talla de Miguel Mihura y Luis García Berlanga, por citar sólo a dos de los principales artífices de esa película que ahora cumple 60 años, Bienvenido Mr Marshall, que es la misma edad de todos aquellos que, como cantaba Ana Belén, también nacieron en el 53. Es la generación que vino al mundo en las postrimerías del hambre, que ascendió en la escala social de la ilusión de los nuevos ricos y que ahora, ya abuelos, vislumbran en cada taperware que rellenan para sus retoños el eterno retorno a un país cainita destrozado por la ambición.
Mihura, sabedor desde pequeño que la vida era puro teatro, se sacó de la manga aquella comedia brillante y lastimera que fue Tres sombreros de copa que en 1932 se topó con un país inválido para su asimilación y que tuvo que esperar 20 años, aunque no fueran nada -pero sí lo fueron-, para volver a estrenarse con un mínimo de garantía de que a algún españolito le escociera de verdad, con aquel retrato de matrimonio absurdo y aquellos tipos absurdos que retrataban al terrateniente y al militar que aquí conocíamos de siempre mientras, al final, la pareja protagonista se alejaba del happy end norteamericano para tirar cada cual por los tristes caminos del convencionalismo que dios mandaba por entonces. Un año después del estreno dramático de veras, es decir, en el 53, se estrenaba la película a la que él y Juan Antonio Bardem le habían puesto unos diálogos tan disparatados como agudos no sólo para definir a los políticos del momento que prometían todo sin pensar en nada, sino para despistar a los censores del régimen con la cupletista del momento que lo cantaba todo sin decir más que "Osú" o "Vaya". García Berlanga, como director, logró que Lolita Sevilla, bajo el azulejo monocromo de Carmen Vargas, tapara con su canto de "Americanos, os recibimos con alegría" y "viva tu mare, viva tu tía" la verdadera crítica sagaz a un alcalde sordo que le debía una explicación a su pueblo y se enredaba en su promesa de dársela, mientras el secretario dormitaba, y a un delegado del gobierno que reconocía decir siempre y sin pudor lo del ferrocaril, aunque las vías férreas -no ya la ayuda americana que pasa de largo- nunca fueran a llegar.
Ahora, 60 años después, el panorama es un déjá vu que ha ganado en patetismo y en color: la cupletista blanquea dinero, muchos alcaldes siguen sufriendo sordera y el Gobierno promete siempre lo del empleo aunque sepa que es mentira. Al pueblo hay que entretenerlo, en este nuevo teatro del absurdo que consiste en mostrar el anverso de una realidad palpable para sonrisas de unos y lágrimas de la mayoría. Otra vez pasó la época de la lógica, y por eso tenemos que trabajar hasta los 70 ahora que no hay trabajo para nadie; por eso se suben los impuestos ahora que baja tanto el consumo; por eso inventan una reforma laboral que facilite el despido ahora que los despidos llueven solos; por eso fomentamos el vicio de Eurovegas y los cuernos del toreo mientras se cargan las Humanidades... Quién piensa ya en la lógica mientras el ilógico mundo se nos derrumba. Quién piensa ya en izquierda o derecha mientras el presidente Rajoy es un holograma que se aparece como la Virgen de Fátima pero sin niños y el PSOE alternativo es una gallina sin cabeza.
El pueblo soñador está despertando de su letargo profundo, mientras las banderitas sucias y las consignas ridículas corren por el agua negra de la acequia. Llegó la hora de pagar el sueño, sin rodeos por la izquierda o por la derecha, sino por derecho: en fila india y pagando el pato entre todos. ¿A cuánto cabremos? Ya harán las cuentas nuestros nietos.
- Este artículo también aparece como Tribuna en la edición del viernes 3 de mayo de El Correo de Andalucía.
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