sábado, 13 de abril de 2013

Los de abajo

'Los de abajo' es una expresión a la que en tiempos de crisis, como los de ahora, se recurre más -porque somos más los que andamos por aquí- y también el título de una estupenda novela sobre la revolución mexicana de la que en 2016 estaremos celebrando su centenario -quién sabe si algo más. Los de abajo, con toda su connotación de escala social y toda su sonoridad de bloque de vecinos, somos los que ahora, cuando va quedando menos -a algunos casi nada-, no sólo estamos soportando el peso sinvergüenza de este vacío repentino -de dinero, de valores, de esperanza-, sino también la humillación de que desde arriba se rían descaradamente y nos den lecciones de marca. Se les llena la boca a nuestro presidente y a sus ministros al hablar de la 'Marca España', como si se tratase de un logotipo que los demás, los de abajo y los mensajeros sobre todo, no debiéramos manchar porque la crean con esfuerzo otros, esas élites intocables que no terminamos de comprender: la alta clase política, la alta clase empresarial, la alta clase financiera, los grandes de España y otros grandes visionarios de los tejemanejes internacionales de los que por aquí abajo no tenemos ni idea. Precisamente por eso no ha estallado la revolución, porque apenas nos enteramos. Al fin y al cabo, todo nuestro pataleo social se reduce a unos cuantos ladrones de guante blanco en las tesorerías de algunos partidos y sindicatos; unos cuantos chupatintas en las habitaciones aledañas de La Zarzuela; unos cuantos listillos en las patronales y en los bancos; y otros cuantos tramposos en los deportes de alta competición. Nada más. Y nada menos. Que aquí el que menos se compra unos trajes -de Vuitton o de gitana- y se los apunta al contribuyente, que puede con todo, desde aquí abajo.

    Como venimos cargando con todo el peso de la ironía, es preciso decir, directamente, que esa supuesta 'Marca España' no existe, es un bulo, una alucinación descarada, una tapadera sin disimulo, una broma de mal gusto para quienes utilizan España y no saben nada de los españoles, para quienes hacen grandes negocios en la inmune burbuja internacional y recalan por aquí en yate o en hoteles de cinco estrellas, levitando al amparo de otras élites amigas. Si existiera, la 'Marca España' la sustentarían los millones de ciudadanos que cada día madrugan para trabajar en ese puesto que pende de un hilo, que se toman en serio su vida y la de los demás, que se preocupan y se ocupan de que los otros sobrevivan. Si existiera esa Marca España, no brillaría con la artificiosidad digital de ningún logotipo estatal, sino con la humanidad sudorosa de los millones de españoles que marcan el paso sin desfallecer. Por eso la supuesta Marca España cotiza tan bajo en la prensa internacional, donde siempre se habla de nuestros peores pajarracos, y sube como la espuma cuando nos visitan y nos tratan de verdad.

    Hablo de la Marca España, pero claro que podría hacerlo de la Marca Andalucía o de la Marca Sevilla. La interesada confusión es siempre la misma. Y si los políticos honrados que quedan, que son muchos, tuvieran verdadera visión de futuro, se desvivirían por focalizar y fomentar esa verdadera Marca que nos ha de vender a todos en el exterior, el sello inconfundible que nos hace particularmente interesantes. Pero no lo hacen, o no con suficiencia. Fíjense qué malauva la de La Sexta con nuestra Semana Santa, ridiculizando al costalero y a la señora que cree en Santa Ángela aunque no sepa explicarlo. Desde Madrid o desde Alemania se aprovecha esta deficiencia comunicativa para cargar precisamente con lo auténtico que podemos exportar como Marca. Lástima que no estuviera vivo Joaquín Romero Murube, que lo dejó escrito en su 'Sevilla en los labios': "¿Quién se atreve a transcribir estos matices sutilísimos de la emoción, estos sesgos tan finos y recónditos, donde los sentimientos más complejos se purifican y concentran en una común apariencia: la cofradía?". Se atreve una tetona tontona, don Joaquín, podríamos contestarle hoy con guasona aliteración. Y un teutón atontado. Los de siempre, añadiría él. En su pueblo y el mío, Los Palacios y Villafranca, ocurrió algo parecido el año pasado con un programa de Canal Sur, que trazó las líneas gruesas con quienes no salían del tópico cateto recordando la pachocha del tiempo del hambre, sin recordar, sin embargo y por ejemplo, que se cumple medio siglo del nacimiento de uno de los mejores restaurantes de la provincia, el Manolo Mayo, que comenzó con las fatigas de Manolo y Emilia, su mujer, cuando la marca del país se pintaba en blanco y negro, pero que hoy, en el mismo sitio, se erige como uno de los mejores escaparates de la gastronomía andaluza, capaz de crear marca por sí solo. Como dijo Romero Murube en su 'Discurso de la mentira', hace ahora 70 años, "a Sevilla la representa todo aquel que en su oficio o profesión logra captar e infundir el espíritu de la ciudad. (...) Y no olvidemos que este espíritu es la gracia sobrehumana, que nunca muere porque reside sólo en Dios, y Dios la da y otorga cuando le place". 


    Sendos ayuntamientos, el de Sevilla y el de mi pueblo, reaccionaron tarde y mal ante las afrentas de esta nueva televisión que se regodea en la vulgaridad, la nueva marca de un país que se deja arrastrar por el vocerío ramplón y concatenado del zafio anecdotario. El sabio Schopenhauer ya previó este mundo al revés de quienes buscan la marca donde más lejos se encuentra, y nos previno: "Uno debe acostumbrarse a oír todo sin inmutarse, incluso las historias más descabelladas, ponderando la insignificancia de quien habla y sus opiniones, y absteniéndose de cualquier discusión. Ello permitirá luego recordar la escena con satisfacción". Amén.


  • Este artículo también se publica en la edición del martes 16 de abril de 2013 de El Correo de Andalucía.

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