El pasado fin de semana lo pasamos Marina y yo aletargados por las piedras renacentistas de dos ciudades próximas entre sí, antiguas, misteriosas y confortables. En pleno corazón de la provincia de Jaén, por donde nunca habíamos aterrizado, se encuentran estas dos localidades de ascendencias íberas, romanas, musulmanas... Lo más sorprendente de ambas, sin embargo, son las piedras de sus siglos XVI y XVII. La grandeza de la época imperial española se clavó especialmente en ellas como acertadísimas saetas perdurables. Hoy, por sus núcleos urbanos (turísticos sin demasiados turistas), se puede respirar aún la obsesión trascendente de aquellos personajes ricos e influyentes que dominaron el Quinientos con su raigambre pueblerina a cuestas y sus poses pontificales. Tal es el caso de Francisco de los Cobos y Molina, un ubetense que pareció salir de la nada olivarera de aquellos contornos y se convirtió en la mano derecha y sagaz de Carlos I de España y V de Alemania. De los Cobos, que no era noble ni nada parecido, ingresó en la Corte y medró hasta convertirse en el secretario del emperador. Claro que a ello contribuyó no sólo su inteligencia de burgués con herencia de pícaro, sino su matrimonio con una niña noble 35 años menor que él: doña María de Mendoza y Sarmiento, que acababa de cumplir 14 añitos el día de su boda.
La historia de Francisco de los Cobos y Molina, salteada de pasiones celestiales, poderes reales y dudosas leyendas, es la sempiterna novela del hombre hecho a sí mismo, como el Onofre Bouvila de Eduardo Mendoza pero cuatro siglos antes. El secretario del emperador, que murió el mismo año que nació Cervantes, dejó un legado pétreo en su ciudad natal que hoy admiran los turistas: una iglesia funeraria que es prácticamente una basílica de dimensiones impresionantes y con el sello personalísimo del genio Vandelvira.
Cerca del céntrico hotelito en el que pernoctábamos, nos percatamos de una casa de más de 30 metros de fachada y estilo clásico que nos llamó poderosamente la atención. Yo me acerqué enseguida a su zaguán para admirar sus proporciones, pero una criada vestida con todos sus complementos me salió al paso para cerrar la puerta. Le pregunté si se trataba de algún monumento visitable. Y me respondió con una sonrisa cansina: "No, es una casa particular". Luego nos enteramos de que se trataba de la mansión de un sobrino de De los Cobos, al igual que el actual edificio del Ayuntamiento, propiedad de otro sobrino. Entonces comprendimos el alcance de aquella familia por la Úbeda del Renacimiento.
Cuando cenábamos al fresquito veraniego de la calle Real, me acordé de Antonio Muñoz Molina, que había nacido por aquellos contornos de la Sierra Mágina, que nosotros habíamos oteado desde el último barranco del pueblo por la tarde. Pero no vi por ninguna parte rastros del autor de El jinete polaco. Y supuse que seguiría divisando él otros horizontes nuevos desde sus ventanas de Manhattan. También se me vinieron al pensamiento los acordes bohemios de Joaquín Sabina, los acordes de cuando Sabina era un bohemio y no un burgués disfrazado de bohemio para seguir tirando. Pero en la Úbeda que nosotros visitamos no había maś sitio que para los nobles que construían catedrales y colegiatas domésticas. Acaso, pasados tantos siglos, para un Juan de Yepes, ya descuartizado y erigido en santo, cuyo convento para su muerte conservaba aún el mal genio que lo recibió en 1591, cuando el santo de Fontiveros llegó con sus pies descalzos y sus llagas repelentes.
En Baeza, al día siguiente, nos embriagó el perfume castellano que había dejado allí para siempre el poeta don Antonio Machado. A pesar de su catedral, de su fuente, de sus callejones cinematógraficos para que Alatriste deambulara frente a la cámara, me gustó más que nada el aula de la antigua universidad donde había enseñado el autor de Soledades y en la que, según nos contaron, había conocido a un Federico García Lorca de 17 años. Por entre los pupitres reconstruidos y el mapa de España como salido de una enciclopedia de esas que eran el único libro de texto de nuestros padres, supe advertir el dolor que rezumaría el viudo de Leonor Izquierdo mientras enseñaba gramática francesa.
Nos decían allí que Antonio Machado nunca quiso ir a Baeza, pero Marina y yo pensamos que, en aquellas circunstancias, no querría ir a ningún sitio. Hizo bien en recalar allí durante siete años. Allí escribió sus mejores versos, aquella ampliación a partir del olmo seco que sirvió para la edición definitiva de Campos de Castilla en 1917.
Antes de almorzar, vimos la casa esquinera donde había vivido el poeta que nació entre limoneros sevillanos. Y comprendimos perfectamente aquellos versos intensos: "¡Campo de Baeza / me acordaré de ti / cuando no te vea!". Nos emocionó el camino de vuelta, entre olivares infinitos, porque los olivos de esta Andalucía marginada han sentido el desamparo de tantos andaluces irrepetibles mucho mejor que otros tantos andaluces de juicio frígido. Metiendo la quinta marcha por aquellas suaves colinas, yo me acordé de la brisa triste lorquiana y de los aceituneros de Miguel Hernández.
La felicidad de compartir todo aquello me frenó las lágrimas.
La historia de Francisco de los Cobos y Molina, salteada de pasiones celestiales, poderes reales y dudosas leyendas, es la sempiterna novela del hombre hecho a sí mismo, como el Onofre Bouvila de Eduardo Mendoza pero cuatro siglos antes. El secretario del emperador, que murió el mismo año que nació Cervantes, dejó un legado pétreo en su ciudad natal que hoy admiran los turistas: una iglesia funeraria que es prácticamente una basílica de dimensiones impresionantes y con el sello personalísimo del genio Vandelvira.
Cerca del céntrico hotelito en el que pernoctábamos, nos percatamos de una casa de más de 30 metros de fachada y estilo clásico que nos llamó poderosamente la atención. Yo me acerqué enseguida a su zaguán para admirar sus proporciones, pero una criada vestida con todos sus complementos me salió al paso para cerrar la puerta. Le pregunté si se trataba de algún monumento visitable. Y me respondió con una sonrisa cansina: "No, es una casa particular". Luego nos enteramos de que se trataba de la mansión de un sobrino de De los Cobos, al igual que el actual edificio del Ayuntamiento, propiedad de otro sobrino. Entonces comprendimos el alcance de aquella familia por la Úbeda del Renacimiento.
Cuando cenábamos al fresquito veraniego de la calle Real, me acordé de Antonio Muñoz Molina, que había nacido por aquellos contornos de la Sierra Mágina, que nosotros habíamos oteado desde el último barranco del pueblo por la tarde. Pero no vi por ninguna parte rastros del autor de El jinete polaco. Y supuse que seguiría divisando él otros horizontes nuevos desde sus ventanas de Manhattan. También se me vinieron al pensamiento los acordes bohemios de Joaquín Sabina, los acordes de cuando Sabina era un bohemio y no un burgués disfrazado de bohemio para seguir tirando. Pero en la Úbeda que nosotros visitamos no había maś sitio que para los nobles que construían catedrales y colegiatas domésticas. Acaso, pasados tantos siglos, para un Juan de Yepes, ya descuartizado y erigido en santo, cuyo convento para su muerte conservaba aún el mal genio que lo recibió en 1591, cuando el santo de Fontiveros llegó con sus pies descalzos y sus llagas repelentes.
En Baeza, al día siguiente, nos embriagó el perfume castellano que había dejado allí para siempre el poeta don Antonio Machado. A pesar de su catedral, de su fuente, de sus callejones cinematógraficos para que Alatriste deambulara frente a la cámara, me gustó más que nada el aula de la antigua universidad donde había enseñado el autor de Soledades y en la que, según nos contaron, había conocido a un Federico García Lorca de 17 años. Por entre los pupitres reconstruidos y el mapa de España como salido de una enciclopedia de esas que eran el único libro de texto de nuestros padres, supe advertir el dolor que rezumaría el viudo de Leonor Izquierdo mientras enseñaba gramática francesa.
Nos decían allí que Antonio Machado nunca quiso ir a Baeza, pero Marina y yo pensamos que, en aquellas circunstancias, no querría ir a ningún sitio. Hizo bien en recalar allí durante siete años. Allí escribió sus mejores versos, aquella ampliación a partir del olmo seco que sirvió para la edición definitiva de Campos de Castilla en 1917.
Antes de almorzar, vimos la casa esquinera donde había vivido el poeta que nació entre limoneros sevillanos. Y comprendimos perfectamente aquellos versos intensos: "¡Campo de Baeza / me acordaré de ti / cuando no te vea!". Nos emocionó el camino de vuelta, entre olivares infinitos, porque los olivos de esta Andalucía marginada han sentido el desamparo de tantos andaluces irrepetibles mucho mejor que otros tantos andaluces de juicio frígido. Metiendo la quinta marcha por aquellas suaves colinas, yo me acordé de la brisa triste lorquiana y de los aceituneros de Miguel Hernández.
La felicidad de compartir todo aquello me frenó las lágrimas.
3 comentarios:
Magistral, amigo. Mejor semblanza literaria por tu paso en Úbeda y Baeza es imposible de hilvanar en el relato que acabamos de leer. Sigues siendo una máquina de relatar, qué duda cabe. Un abrazo.
Por tu loable evocación del suelo andaluz, bien merece la oacasión una segunda visita compartida con buenos amigos. Úbeda y Baeza nos aguardarán.
Comparto lo que dice Josedo. Me emociona leer lo que dices sobre las tierras que me vieron crecer.
Un abrazo.
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