miércoles, 31 de diciembre de 2008

Augusta Emérita y nuestra tourné extremeña


Debo de pecar cada día más de glotón, porque al repasar nuestro viaje navideño por la Vía de la Plata extremeña, con cuartel general en Mérida, me acuerdo antes que nada de las delicias gastronómicas del lugar; de su inigualable jamón de bellota, sus buenos salchichones y chorizos y hasta del melancólico tinto de la tierra. Si me pongo serio, ya me vienen imágenes del larguísimo puente romano de 792 m. de longitud, construido antes que la propia ciudad, en el 25 a. C.; del templo de Diana, dedicado en pleno centro urbano al culto imperial; del teatro romano, en el que se representaban clásicos que en la época de Cristo no lo eran todavía; del anfiteatro, donde aquellos primeros cristianos tomados por locos esquivaban zarpazos de las fieras venidas del África profunda hasta la dentellada final; de casas de envidiables patios y peristilos con columnas y mosaicos enormes y elegantes y pinturas indelebles en los salones... El Museo Nacional de Arte Romano nos sorprendió tanto por su contenido (de innumerables piezas de los siglos I al IV) como por su continente (un elegante y eficiente edificio de ladrillo visto obra de Rafael Moneo). Hemos paseado durante tres días por la Augusta Emérita que capitalizaba la Lusitania del Occidente romano y hemos conseguido recrearnos en aquella vida de calzadas piedra a piedra, de sarcófagos (columbarios) por los caminos y de gentíos tronadores que animaban a sus aurigas preferidos en las carreras de cuádrigas del circo romano. También hemos avanzado históricamente por indicios visigodos y por la Alcazaba que los árabes construyeron a la orilla del Guadiana.

De todo ello no quedan sino vestigios pétreos que los turistas pisan ahora, pero son más que suficientes para evocar un mundo imperial que campaba a sus anchas por los mismos suelos que dos milenios más tarde había de filmar Buñuel como ejemplo de la miseria harapienta en una España del supuesto siglo XX. No llegamos a Las Hurdes, aunque vimos retratos y videos de aquella tierra transformada (para bien) en Cáceres, la ciudad más grande de la comunidad extremeña que conserva un corazón urbano cosido con sillares verdes de la Baja Edad Media. Por un recoveco solitario de aquellos se nos apareció un señor con corbata y uñas demasiado largas. Llevaba chaqueta y pelo ensalivado, y manejaba una elocuencia tal que enseguida nos contó varias leyendas lugareñas para pedirme dinero a continuación. Cuando le fui a dar un euro, me lo rechazó enseñando sutil un amasijo de billetes aceitosos, como para echarme en cara que yo le diera una moneda cuando los otros turistas no bajaban de cierta tarifa mínima. Al hacer el amago de continuar nuestro paseo, me pidió el euro para no hacerme un feo, dijo, para no ser descortés, y mostró una sonrisa pícara que me abrió una puerta definitiva al Lazarillo de Tormes, cuyo río natal no andaba muy lejos de allí. Entonces pensé que la novela picaresca no ha cambiado de personajes, sino de indumentarias.



Desde el campanario de la concatedral de Santa María oteamos un mundo como conservado en formol de clorofila, con nieblas antiguas por los horizontes, lomas húmedas en las que se alimentaban milenarios cerdos y carreteras modernas que llegaban hasta él como superpuestas a los adoquines de César Augusto. Nos despertaron del ensimismamiento las campanadas del mediodía.

Por Villafranca de los Barros, que visitamos a la ida pero no a la vuelta, se ven pintadas de "No a la refinería" por todas partes, como una consigna juramentada por todo el pueblo. Tal vez no sea una protesta ecologista, sino un grito de la tierra.

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