jueves, 4 de diciembre de 2008

Crucifijos y educación


Los crucifijos revolucionan las aulas de vez en cuando, ahora mucho más que lo hacían los preservativos el día del sida o los caramelos el día del cumple de Manolito. Como ya los niños tienen todas esas golosinas al alcance de la mano, lo más revolucionario y polémico, entre algunos papás, es el crucifijo con Jesucristo clavado en él. Unos batallan por que se retire de las aulas mientras otros se empecinan en mantenerlos, como si la cruzada educativa dependiera aún de Santiago Matamoros o de algún otro héroe tan anacrónico como insustancial. Para la inmensa mayoría de los niños y los papás, el crucifijo o la ausencia del mismo en las aulas pasan desapercibidos, pues los unos atienden más al del rosario que llevan como collar por puro borreguismo kitsch y los otros soportan ya su cruz de cada día y no quieren ocuparse de otras que no sean las de la quiniela.


El caso es que Fernando Pastor, portavoz de la Asociación Escuela Laica, ha iniciado un rifirrafe judicial con el colegio público vallisoletano en el que estudia su hija porque las clases del centro están presididas por un crucifijo cristiano y ahora le están llegando todos los palos de la intolerancia cerril. Tras haber ganado el primer partido con una sentencia que le da la razón, los otros padres, el propio colegio y hasta el Gobierno de Castilla y León le han declarado una guerra total que ha empezado por insultarlo a él y a su niña y por barruntar un recurso. Ahora él se ha erigido en David asombrado frente a un Goliat colectivo, conservador y con más ganas de gresca, con lo que Pastor está pagando ya la sanción por el mayor atropello que puede cometerse en este país: levantar la mano para opinar libremente. Es cierto que nuestra Constitución, que ahora cumple 30 años, nos garantiza vivir en una España aconfesional y también es cierto que la presencia de símbolos religiosos ha originado más de una bronca socioeducativa en los últimos años, no sólo en nuestro país sino en algunos otros, vecinos y democráticos. Pero lo más cierto de todo es que una cosa es la teoría y otra la práctica y que, en este país, topar con la Iglesia Católica sigue siendo pecado capital. Aunque la Iglesia como institución es la primera que cacarea contra la ostentación de otros signos culturales y religiosos, habida cuenta de los nuevos colores y formas que trae consigo la inmigración, no soporta que se le prive de los antiguos privilegios que el Antiguo Régimen del Nacionalcatolicismo le dispensaba gustosamente. Uno de ellos es el omnipresente crucifijo, por encima del encerado y del profesor, y otro es la clase de religión católica, impartida no como una cosmovisión histórica, cultural y enriquecedora en un panorama globalizado y diversificado, nutrido por otras miradas, sino como pura catequesis con ínfulas de generalización, de modo que muchos obreros de la causa miran mal a quien no comulga con su credo, como si de un ser malévolo se tratara. Si surge de entre la masa alguien dispuesto a recordarle que la religión católica es mayoritaria en España pero ni exclusiva ni obligatoria ni mucho menos privilegiada, los adalides del conservadurismo enseñan raudos sus uñas más feroces contra el sentido crítico. De ahí su aversión a la inocua asignatura de Educación para la Ciudadanía, por ejemplo, pues se trata de una materia integradora y de un relativismo tal que enseguida es interpretado como laxo y peligroso.


El problema de la educación en España empieza por la letra misma, que falla en forma y en fondo, continúa por la palabra, desajustada entre los lenguajes y el pensamiento; por los números, abandonados a la vil dictadura de las tecnologías que favorecen alumnos sin capacidad de cálculo; y finaliza por la falta de sentido crítico en una juventud acomodada que hace manifestación como también hace botellón y picnic. Pero muy pocos, ni siquiera la Administración, se quieren dar cuenta de este verdadero cáncer que adopta careta en forma de cruzada antigua. El ser humano es un ser simbólico, pero demasiadas veces los símbolos sirven para hacer ruido y no para simbolizar el progreso humano.

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