Qué trabajo cuesta ser ciudadano. Siempre ha sido así, no sólo desde que el concepto arraigara en la polis griega y hubiera tantos requisitos para enarbolarlo como propio que la mayoría de las personas no lo eran, sino a lo largo de todas las edades postreras, hasta llegar a nuestra contemporaneidad, en la que hasta hace sólo unas cuantas décadas había que seguir distinguiendo entre habitantes y vecinos. No era lo mismo ser gente (masa) que ciudadano. Ya lo de ciudadana tendríamos que tratarlo en artículo aparte. Desde aquella era remota de los patricios y los plebeyos, todavía asistimos a los últimos hervores de aquel sustrato cruel por el que somos o ciudadanos de primera o ciudadanos de segunda. Incluso de tercera. Más allá de los recursos económicos de cada cual, que es una razón que vale su peso en oro, existen otros motivos más miserables por el que mucha gente no soporta aún la idea simplona de que todo quisqui sea ciudadano. Existen para los tales una válvula de escape en su ansiada distinción en tantos inmigrantes que se agolpan a las puertas del concepto mismo, con sus escasos papeles en la boca y su esperanza ciudadana estrellada contra la ventanilla del censo o en el avión de vuelta. Negracos, sudacas, moracos y otros tacos se apretujan en ese regocijo de distinción de quienes comprenden que no todo el mundo va a conseguir ser ciudadano. Pese a que la palabra esté divertidamente compuesta por un lexema clarísimo (ciudad) y un sufijo inquietante (ano), se trata de un vocablo carísimo, ya ven.
Un paso trascendental en esta aventura de la ciudadanía ha sido la llegada de un negro, de piel casi mulata, o sea, casi moraca, a la Casa Blanca (blanquísima). Nadie hubiera imaginado hace ni siquiera cinco años que un heredero de la Kenia profunda y el Chicago guerrillero hubiera jurado su cargo sobre la Biblia de Lincoln. Y ya es presidente del país más poderoso de la tierra, lo cual equivale a decir presidente del globo. Un negro, quién lo diría. Un negro como el Tío Tom.
El ciudadano Obama ha puesto su pica en esta antigua lucha por la ciudadanía de todos los colores y ha dejado el pabellón altísimo. Él se habrá percatado de que a caballo ganador todos apuestan. Igual que nosotros aquí, en esta España nuestra de la doble faz, donde el PP, partido conservador donde los haya, prefería conservar su relación con EEUU en el heredero del extinto Bush, John McCain, no por natural convencimiento ideológico de los republicanos frente a los democrátas, sino por puro conservadurismo familiar. Nuestros populares (apelativo que no deriva precisamente de pópulo o pueblo) apostaron primero por los republicanos (aunque a ellos lo de la República les dé sarpullido), pero se percataron finalmente de que la cantinela del Yes, we can podía funcionar de manera histórica. Cuando así fue, hasta Rajoy, calcetín del revés en Génova, pronunció la frase mágica. E incluso algunos populares utilizaron la consigna del Cambio para derribar a Zapatero, que ya les pesa como si llevara siglos, como si su mandato fuera tan vetusto como el de Franco, es un decir.
En cualquier caso, parece que al PP lo ha convencido el cambio propuesto por el ciudadano Obama. Y esa gran lección de ciudadanía nos emociona. Sin embargo, y aquí queríamos llegar, cuando se trata de educar a nuestros jóvenes en Ciudadanía, así con mayúsculas,... ya ése es otro cantar. "Hay que suprimir Educación para la Ciudadanía", ha sentenciado el líder del PP tras conocer el fallo del Tribunal Supremo que avala la polémica asignatura y que deja en un callejón sin salida a quienes querían objetar contra ella, neoconservadores de nuevo cuño y viejo sentir. La declaración de Rajoy, un gigante con pies de barro visto el futuro que le espera con tanto espía, lo coloca frente al poder Judicial en este estado de derecho del que, con razón, tanto presumimos.
Cuando después de tanta historia anticiudadana un gobierno democrático se dispone a educar a los hombres y mujeres del futuro inmediato en el valor de la ciudadanía como tal, continúan protestando los de siempre, los que nunca creyeron en ella y los que han pensado siempre que las cosas no son como aparecen en el mundo, sino exclusivamente como dicen en casa. O en misa. A estas alturas de la Historia, es a lo que yo llamaría ser rebelde sin causa.
- Extracto del artículo que, con el título de Ciudadanía. La batalla histórica, publico asimismo en el número de febrero de 2009 de la revista Cuadernos para el diálogo.
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