Mi padre siempre dice, y a veces con una cabezonería muy suya incluso cuando todos le llevamos la contraria, que el mundo es muy viejo para que haya cosas nuevas. Lo repite últimamente a propósito de la crisis, con una resignación que a cualquiera pone de los nervios, porque considera con una frialdad que roza la malauva que lo malo todavía no ha llegado y que todavía tenemos que enterarnos. Uno puede optar por ignorarlo y pensar que en realidad el mundo tiende a la mejoría, al progreso y al avance en todos los sentidos, como hago yo la mayoría de las veces. Pero desde hace unos días siento escalofríos al comprobar que las profecías de mi padre están cumpliéndose en un plazo tan preciso como inquietante. Recuerdo que en 2005 me dijo de determinados fulanos de mi pueblo: "¿Tú no ves que dicen que tiene mucho dinero? Pues se tiene que ver en la calle, o debajo de un puente". Y ahora compruebo que, en efecto, algunos de ellos no viven debajo de un puente pero casi. Con lo cual los malos augurios de mi padre empiezan a tomar cierto halo de seriedad preocupante. Si a ello le añadimos que los grandes gurús de la macroeconomía llevan cinco años sin dar una, me parece lógico que la preocupación se nos agigante. Y no deja de ser sintomático de esta crisis acojonante que los venerados economistas de la aldea global no acierten nunca mientras mi padre, que tuvo que sacar su graduado escolar de noche, con 20 años y hartito de trabajar mucho más de ocho horitas, tenga ahora su poquito de razón.
Lo ideal sería que no la tuviera, por supuesto. Pero en una sociedad deshilachada en la que nos movemos cada cual a su bola, alguien con su solo sentido común que la mira desde la barrera de sus 60 tacos casi cumplidos puede tener una percepción mucho más lúcida que quienes se pierden cada mañana por las sucias cañerías de un sistema gripado e imposible de arreglar. Tal vez por ello quienes soñamos con un futuro mejor, o al menos igual que el presente, en el que la idea del estado del bienestar siga teniendo el mismo sentido, nos avergonzamos de esta política espeluznante del gobierno de turno que purga la TVE, mete corridas de toros en su programación, defiende la segregación escolar por sexos, recorta bárbaramente en educación, cultura e investigación, le da alas a los reaccinonarios de toda la vida y reparte palos a diestro y siniestro, sobre todo a siniestro para que el personal se entere de quién manda aquí. A mí, que me he criado en la curva ascendente de un mundo que iba a mejor, nada de esto me parece normal. Supongo que es cuestión de edad, pero advierto que ya hay gente mucho más joven que yo a la que todo esto le choca más aún.
Porque la gente quiere entender las cosas. Y aquí las cosas no hay quien las entienda. No tanto por su dificultad sino porque la inmensa mayoría de la ciudadanía tiene una vergüenza torera que le impide creer literalmente que todo esto que pasa es simplemente porque el sistema está regido por una panda de sinvergüenzas incontrolables. La gente, y yo me incluyo, cree por lo general que hay razones inalcanzables para el común de los mortales que empujan a los mandamases a tomar las decisiones que toman. Yo, por ejemplo, me resisto a creer que el consejo de ministros recorte en investigación científica y no en armamento bélico porque algunos de sus miembros no tenga interés alguno en lo primero e intereses de primer orden en lo segundo. Lo siento, pero seré demasiado ingenuo todavía.
Pero el caso es que por mucha ingenuidad que nos proteja, uno descubre titulares que lo hacen espabilar de pronto, encorajinarse tal vez en balde. Por ejemplo, el rescate de los bancos. Perdón, el rescate a los bancos. Hace un rato, algo así como dos años, y no exagero, eran los bancos los que tenían que sacarnos de la crisis, dando crédito. Los políticos y otros charlatanes igual de recurrentes insistían en que el crédito debía fluír. Eso decían, con esa metáfora fluvial que a todos nos llenaba de esperanza. Parecía que en cuanto el grifo de los bancos se abriera el secarral de la vida empezaría a verdear enseguida. Y siguiendo con estas alegorías tan renacentistas, cualquiera recordará los brotes verdes de Zapatero. Dónde queda eso ya, que diría mi abuela. Pues bien, resulta que a la vuelta de dos años, tal vez menos, no es ya que los bancos no han soltado guita, salvo en ese momento surrealista en que el gobierno de Rajoy decidió resucitar a los empresarios arruinados -muchos de ellos merced a su valentía, dejémoslo ahí- a costa de unos intereses altísimos que ya nos estamos encargando los ciudadanos de pagar, sino que somos los ciudadanos los que hemos tenido que, involuntariamente -porque nadie nos ha preguntado ni piensa hacerlo-, estamos salvando a los bancos. Cuando digo los ciudadanos, digo la sociedad, o el Estado, o los fondos públicos. O sea, los ciudadanos. O sea, nosotros, usted y yo, unos pringados corrientes. Es decir, que aquel crédito que los bancos iban a inyectar en la sociedad es el crédito que la sociedad inyecta ahora a los bancos. Con cantidades mareantes. 53.745 millones de euros, dice El País. El ABC habla de 59.300. Millón arriba, millón abajo, qué más da. También aquí habrá quien se chupe los dedos. ¿Qué se cree usted? ¿Que lo del panal y la miel y las abejas es un refrán anacrónico? Nada es anacrónico cuando se trata del parné.
De modo que si hace un par de años los ciudadanos de la fiambrera y la cola del paro necesitábamos ser rescatados, el tiempo ha pasado y nos hemos hecho daño, como diría en verso el poeta roteño Benítez Reyes. Nos hemos hecho daño en esta charlatanería estéril que no conduce a ningún sitio. Nos han hecho daño las porras de los grises, que ahora visten de azul o negro, qué más da. Estamos dañados, al fin, y de vuelta de tanta manifestación de etiqueta mareante: 15-M, 25-S, 26-S... crípticas consignas herederas de aquel fatídico 11-S que luego derivó en 11-M y 14-M y qué sé yo. Y mientras tanto, se ha saneado el PP, que consiguió el gobierno que anhelaba. Se han saneado los empresarios que especularon y jugaron a pedir y pedir sin conocimiento, mientras los banqueros irresponsables les daban y les daban dinerito de plástico. Se ha saneado igualmente, y por partida doble -o triple- esos bancos que estaban tan sanos. Y los únicos que no nos hemos saneado somos nosotros, escayolistas, albañiles, fontaneros, maestros, enfermeros y obreros del montón, que pagamos la penitencia porque alguno de esta clase cobró 3.000 euros durante los nueve meses ya olvidados en que se gestó esta crisis descomunal en los despachos de los que nunca se habla. Ahora se habla de nosotros, exclusivamente, para que paguemos los platos rotos. Y los estamos pagando, por mucho que refunfuñemos.
4 comentarios:
Manolete76.Por derecho.
Nuevo soy, y aunque en todo no coincido me alegra haber encontrado este blog tan... lo dicho estaré expectante.
Pues qué te voy a decir, Álvaro, que dejo este comentario para que conste que te leo con gran asiduidad. Porque aportar, puedo aportar poco. Lo has dicho mejor que nadie.
Un abrazo,
Manuel
Se nota que me aprecias mucho, querido Manuel. Un abrazo, y besos para Sara!
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