Es una pena que, incluso en el extremo de un país arruinado, quienes seguimos confiando en la palabra y el diálogo, que debería ser la esencia misma de la política, vislumbremos al mismo tiempo una desesperanza que se nos agarra al cuello, categórica, cuando nos da por imaginar el futuro. No el futuro intergaláctico que nos ofrecían los artistas ilusos de hace unas décadas a los que hoy llaman frikis, sino el futuro grisáceo e inmediato de dentro de cuatro, cinco, diez años como mucho, el futuro que ya está aquí, latente en la mirada de nuestros jóvenes, en los gestos por definir de nuestros propios hijos desorientados, ese futuro casi tangible de estas nuevas generaciones que aún tienen granos en la cara y que en menos que canta un gallo habrán engordado algo y enjuagado las malas conciencias de sus mayores un poco más, y nada, a seguir por la misma senda...
Porque el futuro se pinta negro, sí, pero incluso el negro tiene gamas, y la peor es ese negro difuso, carbonizado y áspero de los errores por depurar que configuran los cachorros de cualquiera de estos partidos políticos que lo hicieron medianamente bien en su momento pero que en el colmo del delirio se han equivocado y ya han perdido la noción de la marcha atrás o el abandono, que es una de las escapatorias que conoce la dignidad...
Como las grandes estrellas de la posmodernidad, los políticos desfasados no conocen la retirada. Eso ya lo sabíamos, que como con los abuelos cebolletas había que cargar con ellos diciéndoles siempre sí y haciéndonos los sordos para avanzar... La sorpresa es que las nuevas generaciones de políticos no dicen sólo sí, sino que piensan sí, se convencen sí, actúan sí, gritan sí, sí, sí... el mismo sí de siempre que la ciudadanía que trabaja, sufre y vive en mil afanes ha contradicho ya tantas veces con un no, no, no que sólo desemboca en la resignación de la abstención electoral o, peor aún, en la claudicación de un país, de una comarca, de un pueblo, a que manden ellos, precisamente los menos capaces, los más instruidos en el vicio de la incompetencia crónica...
Y a esa ciudadanía, principalmente, le tocará el perder. A esa ciudadanía que sueña, acaso utópicamente, con un acuerdo de todos los partidos democráticos para arreglar esta crisis sin solución en los parámetros actuales. Pero lo único que percibimos los ciudadanos es que en esta partitocracia quien no corre, vuela; y quien no roba, mata... Uno ve la masacre de Egipto, por ejemplo, tras unas elecciones, y ya no sabe lo que va a esperar.
Por eso las llamadas a la acción, al compromiso, a la entrega activa de tantos intelectuales a los que nadie ha escuchado en los últimos años porque son, sobre todo, aguafiestas, se nos revelan ya como la única salvación posible. Pero quién le pone el cascabel al gato, quién da el primer paso, quién emprende la primera acción decisiva de verdad, quién convence a tanta gente cada vez más desesperada y penumbrosa en el laberinto sin salida razonable que han creado ellos..., los profesionales, mientras el tiempo pasa.
Los Ayuntamientos, entre ellos el mío, están en una ruina absoluta de la que no podrán salir. Eso lo sabe ya cualquier persona con dos dedos de frente. No se trata de voluntad, de ascetismo o de intenciones. Se trata de matemática pura. Da igual la cara o el nombre del alcalde. Dan igual las quejas de uno o las concentraciones de otro. Da igual. Un ayuntamiento que debe nóminas a sus cientos de trabajadores por pares, que tiene deudas de centenares de millones de euros, que espera reclamaciones millonarias de otras administraciones en cuanto se dicten las sentencias judiciales que las avalen, que sin apenas encenderse cada mañana genera más deuda que beneficios... tiene los días contados. No puede seguir existiendo como tal, precisa de una solución estructural, definitiva, seria, concluyente, estatal. Sobre todo porque el problema no es exclusivo del Consistorio de mi pueblo. Si fuera de aquí, mañana mismo nos uniríamos como villa a Dos Hermanas y santas pascuas. Pero no. El problemón de la deuda se extiende como un cáncer irreparable...
Y el problemón más gordo todavía es que estamos en manos de doctores aficionados, matasanos la mayoría. Les ponen nombres a las quinielas para que votemos, como en un juego de acertijos sin gracia: PSOE, PP... y un largo etcétera. Pero al final el premio siempre sale en Bruselas, en una sala del FMI, del BCE, en una Comisión de la que nunca nos hablaron... y se nos queda cara de tontos.
En el juego político de un ayuntamiento como el de mi pueblo, que puede servir de paradigma explicativo, entre todos la mataron y ella sola se murió. Y lo único que se oyen son gritos absurdos aquí y allá, sin sentido. El PSOE gobernaba de largo, con la suficiencia de una mayoría exagerada, en los años que se fraguó, continuó, estalló el delirio... En aquella época -no hace tanto- la burbuja del dinero fácil fue engordando la deuda pública, mientras que la Constitución amparaba a los funcionarios con su norma estelar de que el capítulo uno era pagarles a ellos, indiscutiblemente. De modo que nadie protestaba: los proveedores cobraban, costase lo que costase en términos deficitarios, y los empleados cobraban. Automática y mágicamente. Pero cuando el delirio estalló en mil pedacitos, la democracia juguetona hizo de las suyas y barajó las cartas: echó al PSOE del Ayuntamiento (que se presentaba para pagar su deuda, seguro segurísimo), llevó al PP al gobierno de España y enganchó a IU al gobierno de mi pueblo con apenas un hilillo de casualidad desesperada. Todos con las sillas cambiadas pero ninguno con la intención de quedarse en pie.
Y entonces se dio una vuelta de tuerca a la quiniela de la derrota global. Fue en un fin de semana, que es cuando aquí se hacen siempre las cosas importantes. La Constitución, que era inalterable según los castos de la fe civil, sufrió un ligero cambio merced a un imprevisto acuerdo de los dos grandes partidos del turnismo oficial: los ayuntamientos tenían que olvidarse de pagarles a sus funcionarios mientras hubiera un empresario alicaído por su culpa en España. Si en las cajas municipales no había dinero, para eso estaban los bancos, amigos de todos, y más del benévolo Rajoy. De modo que la Ley de Leyes lo dejó clarito: los proveedores, antes que nadie. Y luego los demás. La deuda es tan infinita que aún no se ha terminado. Y lo que queda... Muchos empresarios acudieron al banco sonrientes, dispuestos a cobrar, incluidos sus divertidos juegos de inflado, y prometiendo no volver a jugar a nada más. Ahí siguen muchos (excepto los empresarios mileuristas; esos tienen la negra): contando moneditas cada noche, contando la batallita de cuando fueron piratas y por poco no lo cuentan... Y desde entonces, los ayuntamientos -también el mío- se dedicaron igualmente a contar: los millones de euros en intereses, los años que faltaban para una nueva era... ya una era de alucinación...
Y en esa alucinación interminable llegaron los cachorros nuevos, los que crecieron amamantados en esas casas que ellos llaman aparatos y que ahora, lejos de creer en ninguna political revolution, muerden como perros de presa por defender a sus jefes. No tienen ningún proyecto nuevo, no sueñan con cambiar el mundo, no admiten que sus papás se equivocaron, no pretenden un protagonismo propio sobre el que asentar sus discursos... Es lo de siempre, otra vez. Unos saludan como los fascistas mientras sus jefes les ríen las chiquilladas; otros se ríen de los nuevos responsables asfixiados porque sus jefes eran más listos; otros le prometen fe eterna a no sé qué caudillo hasta terminar con el imperialismo...
Qué aburrimiento, sí. Pero los demás deberíamos plantearnos que esa revolución que esperamos, pasivamente, a lo mejor bulle dentro de nosotros, que miramos tan preocupados desde la barrera de nuestra propia casa hipotecada, tal vez por los siglos de los siglos.
- Este artículo también se publica como Tribuna, el 18 de agosto, en Sevilla Actualidad.
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