Como la mayonesa o el pescado, el precio de los niños varía muchísimo según la marca o el mercado. Hay niños, los nuestros, que no tienen precio porque no hay nada en el mundo que valga más; tanto los queremos. Hay otros niños, los pobres de Marruecos o de cualquier rincón desgraciado del planeta, que tampoco tienen precio: no valen nada; nadie da un euro, ni medio, por ellos. Eso se nota mucho en las manchas que le ponemos en nuestros telediarios a algún niño implicado en una noticia, por lo de la protección de la infancia, me cuentan. Pero ese mismo criterio se disuelve entre moscas y malaria cuando salen los primeros planos de otros niños moribundos de algún lugar desde donde jamás denunciarán. Así que no pasa nada.
Hay señores respetables en nuestro país que regalan ositos de marca y gominolas y hasta relojes buenos a sus nietos, a los que abrazan tiernamente, que van de turismo a Brasil o a otras latitudes calientes para darse asqueroso placer a costa de otros niños de la misma edad de sus nietos a los que violan por unas monedas. Y no pasa nada.
Nuestro Rey, al que queremos tanto aunque tenga sus travesuras en Botswana y dé tiros a los elefantitos que sus nietos carísimos, y los nuestros, querrían de peluche, ha contribuido al perdón, por sus poderes de rey mago, de 48 presos españoles que cumplían condena en Marruecos, que para eso el rey de allí es su primo y entre primos reales las leyes son compadreos medievales. Entre los indultados, había un pederasta que había abusado de 11 niños. Pero ni nuestro gobierno ni el Rey sabían nada; su magia no llega hasta ahí, máxime cuando se trataba de niños sin precio, de esos niños que por allí y por aquí no valen nada. Por eso no pasa nada.
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