Decía Sócrates, ese filósofo primerizo que habló mucho y no escribió nada, algo así como que los malos no lo son por pura maldad, sino por pura ignorancia, y que sólo se curan de su maldad a base de sabiduría. Siempre me sorprendió tal afirmación porque me pareció que, en tal caso, el antídoto de la maldad se encontraba en la educación. De modo que pasé de sorprendido a desesperanzado cuando empezaron los recortes en tal materia en un mundo que había empezado a malear precisamente por la maldad de unos pocos, aunque Sócrates -y yo, esperanzado- pensara que fue por su creciente ignorancia, con lo cual la fórmula parece bobaliconamente fácil: a más ignorancia, más maldad. Y también parece reversible: a más maldad, más ignorancia, aunque en ese caso ya es imposible encontrar el punto intermedio del que surja la salida hacia la sabiduría o la bondad, sobre todo en un momento en el que la peste de la ignorancia está tan extendida y uno ve por todos lados tantos torpes a los que confundir con malvados o viceversa.
El torpe tiende a la ceguera y, por tanto, a la insolidaridad, tal vez porque se siente inseguro en la negritud de su horizonte anulado, y por eso niega obsesivamente, deconstruye y cuando puede destruye, en esa carrera absurda en la que él, sin saberlo, ni siquiera se mueve. Y todo lo provoca la ignorancia, como dice Sócrates. Es posible, y hasta deseable. Pero, ¿cómo aplicarle el conocimiento a quien no quiere saber? ¿Cómo rescatar de su torpeza a quien se revuelca en el lodo malvado de la ignorancia porque sí? En otras palabras, no hay más ciego que el que no quiere ver. Y son -o somos- muchos los que no quieren terminar de ver que el mundo en el que se mueven sus presuntas víctimas es el mismo mundo en el que se mueven ellos; que el aire que respiran los pringados, los derrotados, los equivocados, sus enemigos, en fin, es el mismo aire que respiran ellos. Y que cuando ellos infectan ese aire, entorpecen esa realidad... están jodiendo su propia realidad, porque no hay otra.
Falta absolutamente la sabiduría mínima de reconocer la realidad como un todo continuo. Supongo que será un vicio antiguo, pero estoy seguro de que la práctica aberrante de la partitocracia de destruir lo que hizo mi antecesor o poner sistemáticamente palos en la rueda de mi adversario ha contribuido indiscutiblemente a olvidarla por completo. Por eso, en tiempos de vacas gordas, nuestra realidad -la del barrio, la del pueblo, la del país- avanza dos pasitos hacia adelante y uno hacia atrás. Y en tiempos de vacas flacas, como los presentes, un pasito hacia adelante y cuatro o cinco hacia atrás, según la furibunda torpeza de los ignorantes. Una lástima que, de esos ignorantes, sean casi siempre los más espigados los que se presentan a las elecciones o a liderar grandes proyectos.
Hace unos días murió un joven becario que trabajaba en un banco londinense después de pasar de las horas extras a los tres días a piñón. Llegó a su casa, se duchó y ya no pudo más. Dicen que le faltaba una semana para terminar las prácticas. Y delante de su cadáver, uno se pregunta, sacárstico y dolorido: ¿las prácticas de qué? ¿de malvivir? ¿las prácticas para aprender a ser un pringado perpetuo, un paria con corbata y una vida hipotecada? ¿Qué pensaba este muchacho que vendría después de la semana de prácticas que le faltaba? Inocente, ¿verdad? Inocente, ingenuo, ignorante, aunque su ignorancia no proviniera o condujera a una maldad personal, sino colectiva. ¿Quién lo obligó o lo indujo o lo animó a que muriera de un modo tan miserable? Otros ignorantes, sin duda, que pensaron en lo más profundo de su ser que el muchacho estaba aprendiendo mientras ellos, sabiondos, se estaban aprovechando porque todo aquello era ley de mercado, o ley de vida, o ley de muerte en vida.
El caso es que su cadáver pesa sobre la cabeza de otros miles, millones de ignorantes. Ignorantes somos todos, que permitimos esta realidad atosigante que es la única realidad. Máxime los que no tenemos esperanza ni indicios de otra. Porque hay insolidarios, como el jefe de la patronal española, que tal vez intuyan una realiad propia, alejada de la tan privilegiada de la que gozan los trabajadores fijos discontinuos, y por eso los machaca, para igualarlos a todos, dice, como un líder comunista desfasado igual de malo o igual de idiota. Nos llueven los ejemplos de telediario, como los mandamases de Adif, que sólo encuentran culpable al conductor del tren de Santiago; o los del oportunísimo conflicto España-Gibraltar, que no se acuerdan de los que pasan calor y peores cosas en la aduana; o los cachorros del PP que se ríen de los viejos estafados; o ese tal Marhuenda, que desde su animalización televisiva y miope les envía un mensaje de jodienda a los egipcios que ve tan lejanos. Esos tal vez sean insolidarios solamente y no torpes, aunque la insolidaridad conduzca irremediablemente a la torpeza o viceversa, insisto. Pero se le puede entender su insolidaridad exclusiva, ya que la demostración de su torpeza tardará más en llegar, pues parten de lo alto.
Pero los que sólo intuimos una sola realidad, continua y sin ambages, y aun así seguimos siendo insolidarios es porque también somos rematadamente torpes. No es de recibo que en cualquier ayuntamiento de cualquier pueblo de España, como el mío, sin ir más lejos, donde la deuda es de todos y el problemón es casi infinito, no haya un cambio de mentalidad entre los políticos de todos los signos para afrontar el futuro de otra manera que no sea la tradicionalmente torpe e insolidaria de inventar la mejor propaganda posible para sí mientras se desgasta al adversario, como si la propaganda condujera a una realidad distinta o una vez desgastado el adversario se fueran a encontrar con los problemas resueltos. No es de recibo que no todos arrimemos el hombro en una sola dirección, la de salir del atolladero sin víctimas ni sacrificados por el camino, y en cambio, unos se dediquen a espurgar trabajadores por su color político y no por su eficiencia en la hora del escrutinio laboral; otros busquen soluciones totalmente parciales y ridículas que no arreglen el problema ni en una parte infinitesimal, pero por hacer ruido, o incluso, desde los sindicatos, propongan soluciones insolidarias como aligerar los gastos echando a laborales y no a funcionarios porque esta vez no me toca a mí, o cancelando posibilidades de negocio porque el negocio no es mío; otros se rían de quien está en el cargo porque ahora no me toca a mí; y otros se rían de todo porque no saben, en fin, que el desastre es un desastre general y que las víctimas vendrán una a una, pero vendrán.
Ser torpe e insolidario es producto de la ignorancia, ya no lo dudo. Pero a los de abajo, que somos la mayoría, se nos debería prohibir ser ignorantes.
- Este artículo se publica también en la edición del 26 de agosto de El Correo de Andalucía. Y en la sección Tribunas de su web: http://blogs.elcorreoweb.es/tribunas/2013/08/25/torpes-e-insolidarios/
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