La Iglesia tiene dos
milenios. La Iglesia Católica un poco menos. Las cofradías, entendidas como
hermandades establecidas conforme al Código de Derecho Canónico que dan culto a
unos titulares a los que sacan en procesión –sean de gloria, de penitencia o
sacramentales-, unos cuantos siglos que pueden contarse con los dedos de una
mano. Y como otras instituciones religiosas cristianas, están inscritas dentro
de la Iglesia, es decir, en lo que, teológicamente, se entiende como Cuerpo de
Cristo. Sin embargo, cada vez más, y más intensamente en nuestra tierra, donde
han llegado a proliferar y consolidarse de modo excepcional, se antojan en todo
caso organismos satélites de la Iglesia; no partes de su Cuerpo, sino
extensiones independientes relacionadas con ella, vinculadas a ella, asociadas,
pero no constitutivas directamente de ese Cuerpo que forman absolutamente todos
los cristianos. En ese sentido, se oyen esas dolientes paradojas de que alguien
se confiese rociero pero no cristiano; capillita pero no cristiano; admita
creer en Dios pero no en los curas. Como si fuera posible integrar ese satélite
de cristiandad al que venimos refiriéndonos pero no necesariamente la nave
principal del Cristianismo. Valiéndonos de nuevo de una conocida metáfora,
cualquiera recuerda aquella de que la Iglesia es un barco y Cristo su capitán. Y
más aún, no habrá olvidado aquella otra alegoría que presenta San Pablo en su
primera Carta a los Corintios: “Hay
muchos miembros, pero un solo cuerpo. El ojo no puede decir a la mano: ‘No te
necesito’; ni la cabeza a los pies: ‘No te necesito’. Más aún, los miembros
aparentemente más débiles son los más necesarios. […] Si un miembro sufre, con
él sufren todos los miembros; si un miembro recibe una atención especial, todos
los miembros se alegran”. Ese carácter ineluctablemente comunitario está en
el origen y también en la razón de ser del Cristianismo. No obstante, también
deberíamos recordar las pragmáticas palabras del propio Cristo recogidas por el
evangelista Mateo: “Si tu ojo derecho te
pone en peligro de pecar, arráncatelo y tíralo. […] Si tu mano derecha te pone
en peligro de pecar, córtatela y tírala”.
Sin afán reduccionista dentro de una Iglesia en la que
deben caber todos los que decidan formar parte de la misma, traemos a colación,
tras la invitación a escribir en este boletín de nuestra Patrona, la gravísima
brecha que se abre, a nuestro entender, entre las hermandades y la propia
Iglesia. Y no señalada por un servidor, que no pasaría de comentario marginal,
sino por voces autorizadas a uno y otro lado de esa barrera que no debería existir.
Pongamos tres ejemplos recientes y en orden ascendente de importancia.
El
cronista oficial de la Villa de Los Palacios y Villafranca, Antonio Cruzado, a
la sazón exhermano mayor de cofradías, abre su último libro, La hermandad de la Vera Cruz de Villafranca
de la Marisma, con esta reflexión sin ambages: “Las hermandades en general y esta nuestra de la Vera Cruz de Los
Palacios y Villafranca están actualmente demasiado distantes de las razones de
religiosidad, fervor y caridad cristiana que hace ya cinco centurias dieron
lugar a su nacimiento”.
El
presidente del Consejo General de Hermandades y Cofradías de Sevilla, Carlos
Bourrelier, declara en una entrevista el 11 de agosto de 2013: “La Semana Santa está llegando a ser una
afición sin Dios, porque en las hermandades estamos más pendientes de la música
y de los costaleros que de lo que significa la salida procesional”.
El
arzobispo de Sevilla, Juan José Asenjo, dice en rueda de prensa hace sólo unos
días con respecto a la aportación de las cofradías al fondo común diocesano: "Tengo que lamentar que sólo el 8% de las
hermandades colaboren. No es una buena noticia. Significa que algo está
fallando en el amor a la Iglesia y la pertenencia de estas asociaciones. Las
hermandades son muy importantes en la vida diocesana, pero su contribución es
más que modesta".
Reformulando
las palabras del arzobispo, sólo 45 de 555 hermandades de la provincia han
aportado al fondo de solidaridad de la Archidiócesis lo que se espera de ellas:
un 10% (el diezmo) de sus presupuestos. Reformulando de nuevo, el 92% de las
hermandades sevillanas no se ha acordado de su diezmo a la Archidiócesis.
Lejos de restar importancia a
estas serias afirmaciones o de enredarlas en esa amalgama de críticas fáciles
al mundo cofrade que se cuece en la secularizada calle de todos, debería
articularse una rigurosa reflexión en el seno de la Iglesia y de las
hermandades en torno a sus causas. Seguramente a la distancia creciente entre
clero y cofradías han contribuido ambas partes, porque tan cierto es que hay
hermandades que no acertaron a esclarecerse a sí mismas su cometido fundamental
como que hay sacerdotes que no demostraron la sensibilidad suficiente para
integrar a las cofradías en un proyecto necesariamente común en sus parroquias.
Por lo tanto, el problema no es tangencial ni anecdótico sino de todos, es
decir, del Cuerpo.
Partamos de que en la triple
misión de una hermandad -caridad, formación y cultos- la caridad, es decir, el
amor debería ocupar el mismo lugar preeminente que le otorga San Pablo cuando
se refiere a las tres virtudes teologales: “Tres
cosas hay que permanecen: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más grande de
las tres es el amor”. Y no lo dice sólo San Pablo, sino Cristo, en su
exclusivo encargo antes de morir: “Os doy
un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn,
13:34). Más aún, los diez mandamientos, según nos recuerda el Catecismo,
“enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo”. Es solo eso. Como
habría de dilucidar San Agustín: “Como la
caridad comprende dos preceptos en los que el Señor condensa toda la ley y los
profetas…, así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos
en una [amor a Dios] y siete en la
otra [amor al prójimo]”. Parece tan fácil que San Ireneo, ya en el siglo
II, interpretó el Decálogo como una expresión privilegiada de la ley natural: “Desde el comienzo, Dios había puesto en el
corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se
contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo”. O sea, las
complicaciones llegaron después.
Y ese amor, que es la piedra
angular del Cristianismo y de la Historia de la Salvación que Dios –y Dios en
Cristo- proyecta sobre la vida del ser humano, es el mismo amor que deberían
rezumar, por supuesto, las cofradías como parte consustancial de la Iglesia, es
decir, del Cuerpo de Cristo. Máxime en una sociedad globalizada,
hipercomunicada e hipercrítica que no atiende ya a los dogmas sino a los hechos
y que, por lo tanto, incluso desde fuera de la Iglesia espera, retadora, que
ésta sea verdadera sal de la tierra y auténtica luz del mundo. No se trata de
que las organizaciones eclesiales –como las hermandades- se conviertan en ONG,
sino de que las superen, pues ya sabemos lo que Jesús de Nazaret espera que
hagamos con nuestros enemigos: amarlos también. El pragmatismo social ha
encumbrado a Santiago cuando en su célebre carta afirma: “Tú tienes la fe y yo las obras. Muéstrame, si puedes, tu fe sin obras,
y yo con mis obras te mostraré la fe”.
Seguramente se nos achacará
que la labor caritativa de las hermandades es extensa y que no toda su caridad
se reduce a lo que aportan al fondo diocesano de solidaridad, pero si en
Sevilla sólo un 8% de las hermandades contribuye con su granito de arena a este
fondo, volvemos a insistir, es que el 92% de las hermandades se desentiende de
él, un fondo que administra la Archidiócesis y que va destinado a las
parroquias, a sustentar al clero, a las acciones pastorales, a colaborar con
diócesis más pobres y a la atención de los más necesitados de la sociedad. A
cualquier hermandad, como a cualquier parroquia, sólo se le exige una décima
parte de sus ingresos brutos anuales para este fondo solidario. Pues bien,
nueve de cada diez hermandades sevillanas mira para otro lado.
¿Para qué lado? Pues no
especialmente para el lado caritativo, aunque practiquen la caridad de otros
modos. La caridad en una hermandad, sin embargo, ha de ser el principal
objetivo que la mueva, porque es el principal objetivo de la Iglesia, y las
hermandades forman parte de la misma. Y es la Iglesia la que principalmente ha
de dirigir y gestionar esa caridad. Recordemos que es el cometido fundamental
de una hermandad. Si el buen pastor mira por sus ovejas, especialmente por la
descarriada, es lógico que las ovejas, especialmente las congregadas en
asociación, miren por su pastor. Muchas –demasiadas- hermandades se centran
casi exclusivamente en el culto, y como tampoco prestan demasiada atención a la
formación, el no prestárselo a la caridad es una consecuencia.
La caridad –el amor por los
demás, cristianos o no- debe mover a las hermandades si quieren ser
constitutivas de la Iglesia, no meras asociaciones religiosas o folklóricas. Y
esa práctica de la caridad va mucho más allá de una acción específica, de unos
donativos o una recogida de alimentos. Todo ello, que está bien, es
completamente insuficiente para instituciones que sustentan su particularidad
en exégesis civilizadas que quisieron integrarlas en el proyecto cristiano
porque contaron asimismo con su capacidad simbólica más allá del culto al tótem
o la iconoclasia. Todos sabemos que el Deuteronomio lo deja meridianamente
claro: “Puesto que no visteis figura
alguna el día en que el Señor os habló en el Horeb, no vayáis a prevaricar y os
hagáis alguna escultura de cualquier representación que sea”. Incluso los
no versados en la Biblia conocen el episodio del becerro de oro. No obstante,
fundándose en el misterio del Verbo encarnado, el séptimo Concilio Ecuménico
(Nicea, año 787) justificó el culto de las sagradas imágenes: las de Cristo y
también las de la Madre de Dios, de los ángeles y de los santos. Aquel concilio
e incluso el Vaticano II hace sólo cincuenta años establecen que “quien venera a una imagen, venera en ella la
persona que en ella está representada”. Y por eso nuestro Catecismo
establece que “el honor tributado a las
imágenes sagradas es una veneración respetuosa, no una adoración, que sólo
corresponde a Dios”.
Llegados a este punto, si
incluso ese amor a Dios o su Madre, mediante imágenes, se justifica desde la
perspectiva de una plasticidad simbólica y civilizada, habremos de reconocer
que la evolución de la propia doctrina social de la Iglesia es una evolución
basada en el pragmatismo de la misericordia, en un abundamiento de aquel
encargo del profeta Oseas (“Misericordia
quiero y no sacrificios”) que desemboca naturalmente en la argumentación de
Cristo que recoge el evangelista Juan: “Si
alguno dice ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien
no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”.
La esperanza de unas
hermandades renovadas han de ponerse en buena medida en esos grupos jóvenes,
más coherentes con la doctrina eclesial y mejor formados, comprometidos no sólo
con el pan de todos, sino incluso con el patrimonio de todos, que tomarán las
riendas en poco tiempo, en este tiempo nuevo de un Papa nuevo que se ha llamado
a sí mismo simplemente Francisco, que
es conocido ya como el Papa de los pobres
y que está intentado despojar todas las organizaciones cristianas de la
hipocresía que impide hasta el momento amar a Dios en el cielo mientras se ama a
todos los hermanos con los pies en el suelo.
- Este artículo lo publica la Hermandad Sacramental de Los Palacios y Vfca. (Sevilla) en su boletín de las Fiestas Patronales 2014.
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