Siempre desconfío de propuestas que son perífrasis modales de posibilidad sin
terminar. O sea, engañosas porque son una media verdad, que a veces es peor que
una mentira. Me pasó con Obama y su "You can". El verbo poder no es
nada si no va acompañado de algún infinitivo. Yo puedo leer, puedo comer o
puedo tomar el fresco. Yo no puedo volar ni puedo cantar bien ni puedo ser un
crack en el baloncesto. En todo caso, lo puedo intentar. Me volvió a pasar con
aquel lema refrito de la selección española de fútbol. Y me pasa ahora. Siempre
me ha gustado que me terminen las frases, o sea, que me hablen claro.
Cuando
yo era un chaval, recuerdo la primera vez que se despidieron de mí con un “Nos
vemos”. Yo me volví con cara de gilipollas para preguntar “¿Cuándo?”. Y aquel señor que había preferido omitir un
simple “Adiós”, se quedó sin saber qué contestarme y sin atreverse a darme un
portazo, por cortesía, o por la misma hipocresía con que me había dicho que nos
veríamos sin pensar en cuándo ni dónde ni para qué. Toda cortesía tiene algo de
hipocresía. La civilización, la educación son modalidades discretas de
hipocresía que hemos de digerir con el tiempo, después de que deje de llamarnos
la atención que cuando el médico o el banquero querían echar a papá del
despacho sonriesen y se precipitasen a abrirle la puerta cuando papá, sentado,
aún no lo tenía nada claro.
Ahora,
tantos años después, sigo desconfiando de la gente que utiliza las medias
verdades como opción de vida cortés, que me pregunta retóricamente si todo me
va bien sin saberlo de antemano, o que se despide de mí asegurándome que nos veremos
sin que lo tengamos planeado. Admiro a la gente que se deja entusiasmar por
tantos eslóganes que a mí me resultan tan difíciles de interpretar tal vez
porque yo, torpe de mí, soy tan de pueblo que siempre entiendo que las frases
han de estar completas para tener un significado honesto. No me vale “el lado
bueno de la vida” si no sé de la vida de quién estamos hablando; ni “con cabeza
y corazón” si no me explican a qué cabeza y a qué corazón se refieren, porque
los hay cabezones y descorazonados a partes iguales; ni me convence eso de
sumarme “al cambio”, a secas, sin saber en qué va a consistir ese cambio,
porque para cambiar a peor siempre estamos bien como estamos…
En
realidad, creo que no es ningún capricho esto sobre lo que reflexiono, ni una
manera de poner en solfa el proyecto político de nadie, sino una forma de
aclararme las cosas a mí mismo en este maremágnum de propuestas de salón que a
mí tanto me aturrullan. Arreglar el mundo, mi país, mi pueblo va más allá de
eslóganes confusos; de ideas radicales que a todos se nos pasan por la cabeza
con dos copas de más pero que ninguno pone por escrito; de reunir a viejas glorias
lenguaraces con jóvenes con la valentía propia de quien no ha dado un palo al
agua. Tampoco pienso, como decía mi abuelo, que el mundo es muy viejo para que
cambie, como si los viejos no tuviesen oportunidad de cambiar. Pero soy plenamente
consciente de que el concepto de cambio
es absolutamente gradual. Por eso desconfío tanto de esta nueva avalancha
asamblearia que todo lo arregla con descubrimientos en 140 caracteres, como si
el twitter tuviera algo que ver con la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario