Ni siquiera la calor es la misma. Antes, la calor olía y sabía a cosas. A estiércol demasiado reseco en las macetas calientes del patio, a higos chumbos reposando en el cubo del brocal, al suavizante barato con que mamá había lavado la manta o el colchón que se tendía en medio del salón, a la larga como nosotros y nuestra siesta que siempre llegaba a deshora. Pero lo peor es el tiempo, que ahora pasa escurridizo, volandero, traicionero mientras no nos da tiempo de decir que es verano. Antes, el tiempo era denso, ancho e interminable de un día de julio a otro día de julio. Uno pensaba en el estío que quedaba por delante durante la primera semana de julio y nos parecía imposible que llegara final de mes. Y no era una percepción. Era imposible. A duras alegrías, cuadernillos Rubio y siestas eternas, transcurría una semana. De modo que la promesa de papá de que iríamos un día a la Piscina de Coria era insoportable porque, en rigor, quedaba tanto verano por delante que era como prometer a largo plazo, larguísimo, para el futuro que no nos pertenecía. Parecía una excusa, un despropósito, una salida por la tangente más que una promesa.
Aunque, con el tiempo, y el olvido de la promesa, llegaba el día de la Piscina de Coria. Uno soñaba toda la noche anterior con aquellos veladores y sillas de hierro viejo y colores diversos, rotundos, desacomplejados, bajo un cañaveral enorme en el que había que esperar a tomarse un yogur, que papá cortase la tortilla hiperbólica, que nos tomáramos un refresco, un algo, antes de irnos exultantes a la piscina. Los mayores parecían disfrutar estirando nuestra paciencia de niños hasta que ya no podíamos más. Dejábamos la fanta a medias, se nos olvidaba quitarnos la camiseta, nos íbamos corriendo, volvíamos, la tirábamos allí y salíamos pitando, chancleteando, aprovechando que papá y mamá habían relajado la expresión y, sin darnos permiso, percibíamos que ahora sí, que ya nos dejarían en paz para correr a la piscina.
No sabíamos si el agua estaba templada o fría. Cuando nos parábamos a pensarlo, teníamos que sobreponer nuestras respiraciones porque nos ahogábamos de tanto nadar de un bordillo al otro, de tocar la escalerilla suelta, de otear otros chicos con colchonetas que jamás se nos ocurrió pedir, de deslumbrarnos con los destellos del primer sol de las once sobre la superficie de unas aguas inundadas de cloro. Sólo salíamos arrugados, con hambre e hipo a la hora de almorzar. Y al atardecer, cuando volvíamos sin gasolina en el cuerpo, nos picaban los ojos de tanto buceo por los mismos fondos. En la cama, sentíamos bambolearnos entre el sueño y la sensación de un oleaje que ya no volveríamos a disfrutar hasta el verano siguiente.
Lo de la Piscina de Coria era una vez en todo el verano. Todavía recuerdo cómo una de aquellas veces de uno de aquellos años mi hermana rompió a llorar dentro del coche, cruzando la barcaza de Coria, porque empezó a chispear. Eran goterones gordos de una tormenta camastrona de verano. Mi hermana argumentaba, entre suspiros, que para una vez que íbamos, ya era mala suerte que lloviera a comienzos de agosto. Pero mi padre insistía en que el agua era agua. Señalaba la superficie parduzca del Guadalquivir, al son sordo del motor, mientras mamá sonreía en silencio, tal vez comprendiendo que llevábamos razón en nuestra melancolía. No dejó de llover ni siquiera cuando aparcamos en aquel llano polvoriento de sombrajos mal montados, ni cuando subimos las escaleras con la nevera verde que tanto pesaba, la cesta cargada con viandas para una semana, aunque nos esperaban allí siete u ocho horas, en cuanto abrieran las taquillas, que seguían cerradas.
Cuando nos zambullimos en la piscina, nos dimos cuenta de que papá llevaba razón, que los goterones de aquella lluvia de verano eran de la misma naturaleza que los salpicones que nos propinábamos mi hermana y yo, felices, sobre todo, porque no sabíamos aún que el verano dejaría de ser un día lo que era por aquel entonces.
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