martes, 29 de julio de 2008

Otro palo a Jiménez Losantos


Al locutor de la emisora de los obispos españoles, Federico Jiménez Losantos, le ha caído otra multa por insultar ante el micrófono. Esta vez, el pellizco es más gordo: 100.000 euros, aunque estemos de acuerdo en que para semejante personaje con semejante nómina eclesial, la sanción sea moco de pavo. Pero, en fin, ya es una cantidad más seria que los 36.000 euros que le pidieron en junio para otra víctima distinta: el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón. La víctima de ahora es el ex director del periódico ABC, José Antonio Zarzalejos. Creo utilizar la lengua española con propiedad al escoger el vocablo víctima, pues las personas que se ven zarandeadas dialécticamente por la lengua terrorista de este personaje -que causa verdadero terror- no pueden recibir otro calificativo, que en la tercera acepción del diccionario de la RAE significa "persona que padece daño por culpa ajena o por causa fortuita". En efecto, tanto el primer edil de la capital española como el ex director del rotativo que fundara Luca de Tena han padecido daño por el decir de este mercenario de la Confederación Episcopal Española que se cree gracioso aunque no tenga gracia sólo porque cuenta con un público, tan casposo como él, que le aplaude las injurias.

Este señor no ha estudiado Periodismo, sino Filología Hispánica, pero ni ejerce de buen periodista ni recuerda sus estudios sobre semántica. Una lástima para la sociedad que lo oye. Al hilo de esta última sentencia, ha dicho que las palabras con que se refería al entonces director de ABC había que ponerlas en contexto y entenderlas desde la ironía. Ni siquiera sabe el filólogo aspirante a periodista que ni el pueblo ni el juez son tan tontos como para no comprender el contexto preelectoral en el que él predicaba o que el vocablo ironía se define, según la RAE, como "burla fina y disimulada" y como "figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice". Uno, que sí estudió Periodismo y que enseña a diario Lengua española, sabe perfectamente que no hace falta ser experto en ninguna de estas disciplinas para resolver el siguiente ejercicio: ¿alguien cree que Jiménez Losantos hacía burla fina y disimulada o empleaba alguna figura retórica cuando llamaba a Zarzalejos, literalmente, "zote, zafio, sicario, zoquete, infausto, melón, hortera, calvorota, abyecto, falsario, necio, traidor, embustero, detritus o avieso"?

Lo anterior sí era una figura retórica; se llama -permítaseme la redundancia- interrogación retórica. No comment.

Jiménez Losantos es el adalid mediático y equivocado de un partido modernizado y enclavado en democracia: el PP. Esperaba como nadie que Mariano Rajoy ganara las últimas elecciones y, como las perdió, no sólo se sintió profundamente defraudado, sino que arremetió contra todos los que él consideraba no insertos en su proyecto de radicalismo caduco. Perdió los papeles. Y se ha quedado en la cuneta del saber estar y el saber hablar, por no emplear conceptos más trascendentales. Ahora, que se joda.

¡Uy! Espero que no me denuncie. Sólo he utilizado el verbo joder en la segunda acepción del diccionario de la RAE, ese libro que él debería volver a frecuentar.

De su patrón hablaremos otro día.

lunes, 28 de julio de 2008

Crisis de provecho


Nunca hay mal que por bien no venga. No sólo lo dice un refrán, sino que se demuestra a diario. Con la cantinela de la crisis, cuyo compás no ha cogido el gobierno hasta que se ha visto la soga el cuello y todos los titulares clarísimos, incluso los de los medios amigos, hay también sectores que se han visto beneficiados. Y no me refiero al de algunos empresarios de particular sabor, como el productor de pipas sevillano Antonio Reyes, que, desde su fábrica de Sanlúcar la Mayor, aseguraba este fin de semana, con más razón que un santo, que cuando no hay jamón ni gambas, se comen más pipas y punto. No, no me refiero a él, sino a otros muchos empresarios que aprovechan la coyuntura para soltar lastre de contratos ahora que parece comprensible hacerlo, aunque en sus casos no esté justificado con los balances sobre la mesa. Y también a una oposición política que apunta ahora con sus bayonetas viperinas al acorralado gobierno, a pesar de que en sus respectivos programas electorales tampoco había previsión del batacazo económico, por lo que cabría suponer que, de gobernarnos el PP o cualquier otro, estaríamos en las mismas. Ni más ni menos. ¿De quién es la culpa, entonces?


¡¿La culpa es algo?!, gritaba un tío mío cuando yo me desesperaba de que me la echasen injustamente en los juegos infantiles. Ahora la culpa es sinuosa, compleja y laberíntica. Se le echa la culpa al gobierno, que es lo más sencillo, como hacía el viejo Carrascal de las corbatas tremendas con Felipe González Márquez, ¿se acuerdan? La culpa, tan bíblica ella.


El caso es que desde comienzos de 2007 se veía venir la crisis; la explosión de la burbuja inmobiliaria, o sea. Pero, unos porque querían repetir en el gobierno y otros porque deseaban conquistar La Moncloa, nadie hizo demasiados aspavientos, salvo Mariano Rajoy, que enseñaba aquellas ridículas gráficas como trabajitos escolares, con la subida del pan y la leche que ya todos sabíamos.


La principal razón de la crisis es que el personal se pasó tres pueblos en el sector de la construcción para ponerse las botas hasta las ingles, hasta construir en demasía y vender a precios desorbitados. Como los albañiles y sus derivados ganaban jornales de más de 120 euros, aquí todo el mundo creía vivir en el país de Jauja, con hipotecas centenarias y carros de ricachones. Y como todo los cuentos tienen un final, a éste del ladrillo le sobrevino en forma de agujita rompeburburjitas. De sopetón. Y de sopetón miramos al gobierno, que es al que hay que echarle las culpas de todo, y así nos quedamos tan panchos y más tranquilitos.


Pero no nos engañemos, que somos muy viejos ya, por favor. Ahora toca ajo y agua. Y durante todo el año 2009, ya lo sabíamos antes de que lo dijera Solbes, que no tiene varita mágica, aunque sí cara de mago.

viernes, 25 de julio de 2008

Compadreo internacional


El "por qué no te callas" que causó furor en la industria pseudomusical de las sintonías telefónicas y en la de la seriegrafía camisera ha rematado su perfección de negocio redondo con un apretón de manos y unas carcajadas entre Hugo Chávez y nuestro monarca borbónico. Ninguno de los dos estaba perdido esta mañana, cuando sonreían a las cámaras y maldecían para sus adentros, porque ninguno de ellos aguanta al otro, pero hay demasiados intereses en juego como para tirarlo todo por la borda por simple orgullo personal. España cuida intereses petroleros en Venezuela y Venezuela mima clientes españoles, así que más vale seguir sonriendo mucho tiempo. El chiste de este compadreo entre líderes internacionales me hace concluir que ninguna batalla sería imposible de solucionar; bastaría aunar voluntades entre personas lúcidas, y me acuerdo -como ustedes- de las crueles guerras del mundo. Claro que las voluntades para este compadreo tan gracioso no surgen si no se riegan con miles de millones de euros o dólares en juego. Siempre el parné, que hace una gracia loca.

lunes, 21 de julio de 2008

El empobrecimiento digital desde la primera del singular


Cuando yo tenga un hijo, manejará un I-pod o un I-phone antes de saber hablar; tendrá un sitio en My-Space y frecuentará You Tube como uno frecuenta el quiosco para echarles un vistazo a las revistas aunque sólo termine charlando con el quiosquero y comprando pipas. Si se han fijado, en todos estos nuevos aparatejos o portales de las nuevas posibilidades tecnológicas aparece sin pudor alguno la fuerza candorosa e infantilizada de la primera persona del singular. El Yo, mi, me, contigo, que sirvió hace una década para titular uno de los buenos discos de Sabina, ha terminado siendo tan profético como simplón en esta nueva realidad virtual para torpes que dirigen los cuatro avispados que manejan no sólo la red, sino la egocéntrica substancia de estas nuevas generaciones sin interés por el mundo circundante y que sólo prestan atención al ombligo digital de su manoseado móvil.


Entonces, cuando yo tenga un hijo o una hija, trataré de hacerle ver con todas mis fuerzas que es más interesante el mundo que los tostones de mensajes crónicos que generan a borbotones esos aparatos nanotecnológicos. Trataré de infundirle el asombro por las postillas que nos salvan a cada rasguño; las hormigas que laboran en su diminuto quehacer para agarrarse a la vida todo lo que su laberinto de perfección les permita; los ríos que bajan arrastrando historia y contaminaciones; los soles que secan y hacen germinar las matas en hileras infinitas por el campo; los relatos milenarios que nos han hecho eternos en miles de páginas imaginadas... Trataré de convencerlo de que, como decía mi abuela, en todas partes hay lo mismo: gente que quiere pan. Y de que esos aparatitos no son mejores que nosotros, que amamos, sufrimos y nos levantamos cada mañana para superarnos y ser iguales pero diferentes. Y de que el interés primordial de este mundo es lanzar nuestros ojos y nuestro intelecto al orbe para comprender, no encharcarlos en la galería de fotitos de la última fiesta o la canción ratonera que nos llega por el bluetooth. Si a estos aparatos o posibilidades digitales les quitamos la referencia del I (del ego empobrecedor y alicortado), tal vez nos sirvan como eficaces instrumentos de indagación por el ancho mundo; si los convertimos en fines, no son sino chinitas en el camino hacia nuestro catetismo de tercera generación, ése que sólo desarrolla el dedo pulgar para teclear gilipolleces.


Un niño o una niña necesitan meter las manos en los charcos para atrapar ranas antes de tener un móvil; pero en las clases me encuentro con adolescestes que nunca han visto una vaca y que ni siquiera intentan averiguar su proceso de alimentación rumiante, a pesar de tener el universo a la disposición de sus pantallas en el pupitre. Por el contrario, chatean desgranando faltas de ortografía como si fuera lo más chuli del mundo. Y no es inteligente economía del lenguaje, como algunos quieren hacernos ver, sino afiliación afectiva al creciente grupúsculo de líderes entre sus iguales que suele caracterizarse por no saber nada y creer saberlo todo; los chulobragas de toda la vida.


Si potenciamos el uso de ordenadores y nuevas tecnologías como valores por sí mismos -no como instrumentos de enriquecimiento personal al hilo de la actualidad y como vastísimas enciclopedias-, estamos creando monstruos bobalicones para el futuro, que es el de nuestra pusilánime vejez. Qué miedo.


jueves, 17 de julio de 2008

Aniversario laboral

Problemas con la Red (red de redes, decíamos en la facultad) me han impedido durante estos días alimentar a la bestia siempre insatisfecha que es este blog, versión cibernética de mi vicio de escritor. Ahora por fin va esto como la seda. Hubiera querido escribir sobre diversos asuntos, pero lo cierto es que la avería me ha servido para centrarme en otras cuestiones académicas y formales, que por cierto me han salido bien. A la vuelta me encuentro con una cita de credos, de grandes religiones que hacen lo posible por lavar su imagen de fundamentalistas: árabes, cristianos, judíos y gente del lejano Oriente se reúnen en nuestro país para agarrarse las manos sin creérselo demasiado. Ya veremos.
Todo ello me ha recordado que el pasado día 10 de julio se cumplió mi 20º aniversario de entrada en el mundo laboral. Yo lo hice con una sotana, encendiendo velas y tocando campanas. Tenía ocho añitos y apenas llegaba a ningún sitio; para eso estaban las sillas y mis ganas de comerme el mundo. Ganaba 1.500 pesetas que me daba Pepe el Moreno cada mes. Aquellos dos billetes, con las caras de Galdós y Rosalía de Castro, respectivamente, me pusieron en contacto con el trabajo de veras algunos meses antes de hacer la Primera Comunión; y con el mundo de la literatura, leyendo lo más remoto de la Biblia y los Evangelios; y con el de la estética, empezando por las Vírgenes y las dalmáticas; y con el de la política, observando los usos y costumbres de mis mayores, tan arribistas y conservadores; y con el de la Historia, escuchándolo todo; y con el de la Música, dejándome embriagar por aquellos sones negros del órgano y la voz del sacristán... Y con el de la hipocresía, que lo empapaba todo como un sutil aceite que resbalara...
Ahora doy fe de que un 10 de julio de 1988, domingo, a las 8.00 horas y en la capilla de Los Remedios, comencé a hacerme mayor.

lunes, 7 de julio de 2008

La tierra prometida


Publiqué la historia, muy resumida, el domingo en El Correo de Andalucía. Pero los periódicos siempre resumen demasiado, sobre todo los asuntos fundamentales. Me refiero al periplo de supervivencia iniciado por Salka, una saharaui que vivía hasta hace dos semanas en los campamentos de rufugiados de Tinduf (Argelia), a más de 50 grados y a muchos kilómetros de ningún sofá occidentalizado. Fui a su casa la semana pasada para que me contara el viaje emprendido para salvar a su hija Soumia Ben Taleb, pero me la contó su marido, Mustaphá, que es maestro graduado en Cuba y domina el español, aunque trabaja de vigilante de seguridad, malgastando talento. Ella asentía, recordando quizás cada palabra transformada en su mente en sufrimiento. Desde Argel tomó un vuelo militar que la condujo hasta el Sáhara Occidental, ese trozo español que abandonamos en la Transición para no volver la vista atrás. Desde allí, en un avión de los que traslada a los niños saharauis al paraíso merced al programa Vacaciones en Paz, llegó a Madrid. De la capital española, vino en autobús hasta Sevilla. Y de allí la recogió un vecino para traerla a mi pueblo. Vive en la salita de esta casa de alquiler, sobre una alfombra que es el único aroma que le queda del desierto. Y espera que, este miércoles, el médico le dedique en el hospital de Valme más de cuatro minutos a su pequeña de 18 meses, afectada de una cardiopatía congénita. Ha venido para que la operen, pero venir con sus ropajes desde el desierto, con su castellano de nueve vocablos enredados y su pinta de mora irremediable, es una auténtica lotería. Su visado tiene cuenta atrás. Pero el corazón de su hijita también.


Su marido trabaja en mi pueblo desde 2002; de albañil, de vigilante. Gana dinero y envía la mayoría a Tinduf. Quiere traerse a su familia para vivir mejor aquí, con agua caliente, sin soles achicharrantes, con un catre donde dormir y un Mercadona donde hacer la compra. Pero los alfiles de la burocracia, esos señores de la ventanillas que siempre están cansadísimos, desde los tiempos de mi admirado Larra, le dicen siempre que no, que no vuelva mañana porque no puede quedarse en el país. Aunque trabajen, aunque no sean ciudadanos problemáticos ni ruidosos, aunque quieran salir del infierno y vivir en este mundo como currantes entre cuatro paredes. Que no.


Espero que el miércoles les toque un médico que los mire a los ojos, no a la pantalla del ordenador durante los cuatro minutos de consulta. Espero que Soumia Ben Taleb, allá o acá, pueda seguir viviendo. No hizo nada para merecer esto. Ni nosotros para merecer lo otro.

viernes, 4 de julio de 2008

El cuento del matador



Entre los últimos hallazgos de la agonizante tauromaquia se encuentra un hombre que se llama José Tomás y que fue y vino y volvió a los ruedos para construir el cuento del torero distinto, especial, mítico en vida. Con tal romance, ha convencido a muchos de los que están deseando convencerse de que esto de matar toros en la plaza sigue sindo un arte inagotable de valores que llueven del cielo. Y uno, que está en contra de todo esto por principios éticos que a veces no logra muy bien explicar, no se traga el cuento porque ve los resortes de esta narrativa romancesca demasiado claros, máxime cuando aparecen en escena tantos personajes advenedizos, arribistas y necesitados.


Primero tendrá que convencerme alguien de que el toreo es un arte, cosa que no ha ocurrido aún porque los taurinos siempre recurren a los mismos clichés y a las mismas falsedades ridículas. Uno, en cambio, está ya harto de explicar sus argumentos, que se resumen básicamente en el hecho de que la violencia sanguinolenta de esta práctica degrada principalmente al público que la ve, que la ignora o que se la pasa por el forro porque considera superior el significado artístico y trascendente que supuestamente encuentra por encima o por debajo de la matanza. Uno anda esperando que algún amante de esta fiesta macabra reconozca que sí, que el espectáculo es violento y que el toro sufre lo indecible y que las últimas bocanadas de sangre son inevitables, pero que, al margen, el arte del torero es incuestionable. Ello al menos dignificaría su discurso, lejos ya de los cuentos chinos de que el toro no sufre porque está hecho para morir, pero en cambio los convertiría en monstruos insensibles al sufrimiento evitable de los seres vivos. Tal vez por eso los taurinos caminan siempre por esa cuerda floja de la ambigüedad silenciosa. He visto a muy pocos toreros locuaces, y ello se debe, sin duda, a que la palabra como instrumento comunicativo, explicativo, racional, no está de su parte. Prefieren disfrutar de la matanza y callar.


Hay otros muchos taurinos o semitaurinos (que esto de la ambigüedad da mucho de sí) que llegan a reconocer lo humanamente rechazable de la violencia (que a la sazón es todo: banderillas, picadores, espada, en fin...) pero que siguen defendiendo que "el resto" de las suertes (¿el resto?) encierra mucho arte. Quiero entender que se refieren a los pases de muleta, o sea, a poner el capote colorado delante para que el toro pase por debajo con su cornamenta sin llegar a hacer daño. Creo que es eso a lo que se refieren cuando quieren defender un reducto de arte más allá de las prácticas herrumbrosamente violentas. Uno no ve el arte ni por delante ni por detrás del trapo rojo, pero debe de ser que uno es poco sensible al arte denso y oculto de esta práctica que tan bellaca y misteriosamente nos venden como milenaria. En cualquier caso, el toreo tal y como lo entienden los taurinos a los que criticamos carecería de sentido si elimináramos la herrumbre y los pinchazos. Así que es hipócrita hablar del arte que quedaría si no existieran porque existen. Además, creo que la clave de la supuesta belleza es el rito mortífero entre la bestia y el hombre. Así que si elimináramos la muerte estaríamos debatiendo otra cosa. Y precisamente porque la posibilidad de muerte se elimina casi al 100% en una parte pero no en la otra nos parece aún más fraudulenta esta práctica del toreo actual. Nadie podrá contravenir que, en efecto, el torero, que ha elegido lugar, hora, reglas y argumento, tiene casi el 100% de probabilidad de salir vivo del encuentro mientras que el toro, que llega desnortado del campo con drogas diversas y cuernos mochos, cuenta con las mismas posibilidades inversamente dispuestas de salir arrastrado por las mulas.

José Tomás es uno más. Pero se ha visto envuelto (de manera voluntaria y ajena) por un halo de misterio que no sólo le conviene a su celebridad, sino a la fiesta del toreo en su conjunto. Todo eso de rechazar ser televisado, torear en plazas rodeadas de antitaurinos o no ser prolijo en entrevistas forma parte de la estrategia de ese romanticismo trasnochado que a estas alturas no es más que un pastiche de las figuras del toreo de verdad que se perdieron como Cuba, como Joselito el Gallo, Juan Belmonte y compañía, aquellos toreros cuyas verdades personales se sustentaban en el hambre y el desamparo y se redimían en el cuerpo a cuerpo del único espectáculo de masas que existía. Esa figura autorredentora que emocionaba tanto a principios del siglo XX no puede ser ya el matador de toros, sino tal vez el jugador de fútbol que llega de los arrabales brasileños en busca de un futuro más transparente y lo consigue en esta nueva épica del once contra once. Los maletillas del siglo XXI cargan rodilleras y deportivas en sus mochilas.

Pero los taurinos se empeñan, casi solitariamente. Por eso decía antes que el misterio pretendido, pastiche en blanco y negro, les conviene no sólo a José Tomás, sino al negocio de los toros, a los empresarios más gordos del sector, que conocen como nadie la realidad innegable de tanto pijo analfabeto y tanto tópico coloreado sobre papel couché. Que José Tomás sea más arriesgado que los otros les provoca el delirio y él, que lo sabe, alimenta esa estampa cada vez que puede, sin limparse la sangre del toro que le salpica en la cara, acercándose a esos cuernos a los que les faltan segundos para ser madera, ajustando emocionantemente el límite de su integridad. Tendrá algo de inconsciente este José Tomás, probablemente, como todos los que se dedican a un oficio con riesgo, que hay muchos. Me parecen más valientes o más inconscientes los padres de familia que se echan a la mar en los puertos de Barbate o Sanlúcar; los pintores de brocha gorda que se suspenden en los filos de los tejados; los albañiles que marinean por 72 euros la jornada por el negro toro del sustento cotidiano. Todos ellos me parecen más valientes que estos matarifes vestidos de brillantina frente a los seis toros apagados de siempre.

José Tomás explotará su cuento hasta donde le alcance el morbo de quienes persiguen el pastiche de su especie en extinción, mientras sus fotos monocromas vendan como estampa clásica en los dominicales y mientras otros artistas a los que se les derrama el arte por el tubo de escape lo miren desde el burladero. Luego se retirará, para no morir, claro.

Ése es el plan, ténganlo por seguro, si bien los caminos del Señor son inescrutables.