Cuando yo tenga un hijo, manejará un I-pod o un I-phone antes de saber hablar; tendrá un sitio en My-Space y frecuentará You Tube como uno frecuenta el quiosco para echarles un vistazo a las revistas aunque sólo termine charlando con el quiosquero y comprando pipas. Si se han fijado, en todos estos nuevos aparatejos o portales de las nuevas posibilidades tecnológicas aparece sin pudor alguno la fuerza candorosa e infantilizada de la primera persona del singular. El Yo, mi, me, contigo, que sirvió hace una década para titular uno de los buenos discos de Sabina, ha terminado siendo tan profético como simplón en esta nueva realidad virtual para torpes que dirigen los cuatro avispados que manejan no sólo la red, sino la egocéntrica substancia de estas nuevas generaciones sin interés por el mundo circundante y que sólo prestan atención al ombligo digital de su manoseado móvil.
Entonces, cuando yo tenga un hijo o una hija, trataré de hacerle ver con todas mis fuerzas que es más interesante el mundo que los tostones de mensajes crónicos que generan a borbotones esos aparatos nanotecnológicos. Trataré de infundirle el asombro por las postillas que nos salvan a cada rasguño; las hormigas que laboran en su diminuto quehacer para agarrarse a la vida todo lo que su laberinto de perfección les permita; los ríos que bajan arrastrando historia y contaminaciones; los soles que secan y hacen germinar las matas en hileras infinitas por el campo; los relatos milenarios que nos han hecho eternos en miles de páginas imaginadas... Trataré de convencerlo de que, como decía mi abuela, en todas partes hay lo mismo: gente que quiere pan. Y de que esos aparatitos no son mejores que nosotros, que amamos, sufrimos y nos levantamos cada mañana para superarnos y ser iguales pero diferentes. Y de que el interés primordial de este mundo es lanzar nuestros ojos y nuestro intelecto al orbe para comprender, no encharcarlos en la galería de fotitos de la última fiesta o la canción ratonera que nos llega por el bluetooth. Si a estos aparatos o posibilidades digitales les quitamos la referencia del I (del ego empobrecedor y alicortado), tal vez nos sirvan como eficaces instrumentos de indagación por el ancho mundo; si los convertimos en fines, no son sino chinitas en el camino hacia nuestro catetismo de tercera generación, ése que sólo desarrolla el dedo pulgar para teclear gilipolleces.
Un niño o una niña necesitan meter las manos en los charcos para atrapar ranas antes de tener un móvil; pero en las clases me encuentro con adolescestes que nunca han visto una vaca y que ni siquiera intentan averiguar su proceso de alimentación rumiante, a pesar de tener el universo a la disposición de sus pantallas en el pupitre. Por el contrario, chatean desgranando faltas de ortografía como si fuera lo más chuli del mundo. Y no es inteligente economía del lenguaje, como algunos quieren hacernos ver, sino afiliación afectiva al creciente grupúsculo de líderes entre sus iguales que suele caracterizarse por no saber nada y creer saberlo todo; los chulobragas de toda la vida.
Si potenciamos el uso de ordenadores y nuevas tecnologías como valores por sí mismos -no como instrumentos de enriquecimiento personal al hilo de la actualidad y como vastísimas enciclopedias-, estamos creando monstruos bobalicones para el futuro, que es el de nuestra pusilánime vejez. Qué miedo.
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