lunes, 7 de julio de 2008

La tierra prometida


Publiqué la historia, muy resumida, el domingo en El Correo de Andalucía. Pero los periódicos siempre resumen demasiado, sobre todo los asuntos fundamentales. Me refiero al periplo de supervivencia iniciado por Salka, una saharaui que vivía hasta hace dos semanas en los campamentos de rufugiados de Tinduf (Argelia), a más de 50 grados y a muchos kilómetros de ningún sofá occidentalizado. Fui a su casa la semana pasada para que me contara el viaje emprendido para salvar a su hija Soumia Ben Taleb, pero me la contó su marido, Mustaphá, que es maestro graduado en Cuba y domina el español, aunque trabaja de vigilante de seguridad, malgastando talento. Ella asentía, recordando quizás cada palabra transformada en su mente en sufrimiento. Desde Argel tomó un vuelo militar que la condujo hasta el Sáhara Occidental, ese trozo español que abandonamos en la Transición para no volver la vista atrás. Desde allí, en un avión de los que traslada a los niños saharauis al paraíso merced al programa Vacaciones en Paz, llegó a Madrid. De la capital española, vino en autobús hasta Sevilla. Y de allí la recogió un vecino para traerla a mi pueblo. Vive en la salita de esta casa de alquiler, sobre una alfombra que es el único aroma que le queda del desierto. Y espera que, este miércoles, el médico le dedique en el hospital de Valme más de cuatro minutos a su pequeña de 18 meses, afectada de una cardiopatía congénita. Ha venido para que la operen, pero venir con sus ropajes desde el desierto, con su castellano de nueve vocablos enredados y su pinta de mora irremediable, es una auténtica lotería. Su visado tiene cuenta atrás. Pero el corazón de su hijita también.


Su marido trabaja en mi pueblo desde 2002; de albañil, de vigilante. Gana dinero y envía la mayoría a Tinduf. Quiere traerse a su familia para vivir mejor aquí, con agua caliente, sin soles achicharrantes, con un catre donde dormir y un Mercadona donde hacer la compra. Pero los alfiles de la burocracia, esos señores de la ventanillas que siempre están cansadísimos, desde los tiempos de mi admirado Larra, le dicen siempre que no, que no vuelva mañana porque no puede quedarse en el país. Aunque trabajen, aunque no sean ciudadanos problemáticos ni ruidosos, aunque quieran salir del infierno y vivir en este mundo como currantes entre cuatro paredes. Que no.


Espero que el miércoles les toque un médico que los mire a los ojos, no a la pantalla del ordenador durante los cuatro minutos de consulta. Espero que Soumia Ben Taleb, allá o acá, pueda seguir viviendo. No hizo nada para merecer esto. Ni nosotros para merecer lo otro.

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