Cuando un servidor contaba tres añitos y pululaba por la primera guardería del barrio, lloraba como un condenado por nostalgia inmediata de su mamá. Más de una vez, una niña algo mayor que yo y sobre todo mucho más espabilada llegó a abrirme la cancela de aquel garaje más apañado para la industria que para la puericultura, pero yo no me atreví nunca a salir corriendo de allí, tal vez porque ya entonces tenía la madurez suficiente para calibrar las consecuencias de mi fuga. La niña me veía llorar, me miraba con cara de pícara justina y abría de un cerrojazo, esperando morbosamente a que yo saliera. Pero entonces yo dejaba de llorar.
El episodio no se me ha olvidado en la vida. Y me acuerdo de él cada vez que contemplo un esquema psicosocial parecido por el que alguien invita a un infeliz a escapar abrupta e incluso ilegalmente de su infelicidad, como si la fuga de este páramo existencial condujera irremisiblemente al paraíso garantizado. Ya sabemos que no, pero la historia se repite a menudo. La he percibido claramente al entararme de que un barco abortista ha atracado, con polémica, en Valencia. Se trata de un barquito de 15 metros de eslora que pertenece a una ONG (?), según se autocalifican sus patrones, llamada Women on waves, que significa "Mujeres sobre las olas" y que se dedica a facilitar abortos farmacológicos (mediante pastillas) de puerto en puerto, como el marinero novelesco del Tatuaje de doña Concha Piquer, que vino en un barco de nombre extranjero... Este barquito holandés llega con sus píldoras abortivas para matar a quien ofrezca su premamá. Si ésta no puede quitarse al feto de encima porque las leyes se lo impiden, se esperanza en la llegada del barquito, un héroe sobre las olas que arriba a la costa y hace posibles los sueños carniceros de algunas mujeres que demandan poca sangre y mucha elegancia farmacéutica. Una pastillita y a mirar el ocaso.
Después de haber hecho un crucero mortífero por los litorales de varios países, algunos colectivos españoles le han dado la bienvenida, como los aldeanos decimonónicos celebraban la llegada de ciertos bandoleros cuando el poder establecido era tan adverso. Otros colectivos, llamados provida y etiquetados de fachas y derechones, quieren echarlo. Y a uno, que no se considera exactamente de ningún bando político pese a las habladurías que oye por ahí, le provoca náuseas toda esta historia.
Nunca me han gustado las pastillas. Hasta hace poco, las machacaba y me las tomaba con azúcar. Un capricho que mamá me permitía. A otros, por desgracia, no les permitirán ninguno. Ni el caprichito de nacer.
El episodio no se me ha olvidado en la vida. Y me acuerdo de él cada vez que contemplo un esquema psicosocial parecido por el que alguien invita a un infeliz a escapar abrupta e incluso ilegalmente de su infelicidad, como si la fuga de este páramo existencial condujera irremisiblemente al paraíso garantizado. Ya sabemos que no, pero la historia se repite a menudo. La he percibido claramente al entararme de que un barco abortista ha atracado, con polémica, en Valencia. Se trata de un barquito de 15 metros de eslora que pertenece a una ONG (?), según se autocalifican sus patrones, llamada Women on waves, que significa "Mujeres sobre las olas" y que se dedica a facilitar abortos farmacológicos (mediante pastillas) de puerto en puerto, como el marinero novelesco del Tatuaje de doña Concha Piquer, que vino en un barco de nombre extranjero... Este barquito holandés llega con sus píldoras abortivas para matar a quien ofrezca su premamá. Si ésta no puede quitarse al feto de encima porque las leyes se lo impiden, se esperanza en la llegada del barquito, un héroe sobre las olas que arriba a la costa y hace posibles los sueños carniceros de algunas mujeres que demandan poca sangre y mucha elegancia farmacéutica. Una pastillita y a mirar el ocaso.
Después de haber hecho un crucero mortífero por los litorales de varios países, algunos colectivos españoles le han dado la bienvenida, como los aldeanos decimonónicos celebraban la llegada de ciertos bandoleros cuando el poder establecido era tan adverso. Otros colectivos, llamados provida y etiquetados de fachas y derechones, quieren echarlo. Y a uno, que no se considera exactamente de ningún bando político pese a las habladurías que oye por ahí, le provoca náuseas toda esta historia.
Nunca me han gustado las pastillas. Hasta hace poco, las machacaba y me las tomaba con azúcar. Un capricho que mamá me permitía. A otros, por desgracia, no les permitirán ninguno. Ni el caprichito de nacer.
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