viernes, 10 de octubre de 2008

Jean-Marie Gustave Le Clézio


No lo había oído en mi vida, pero las informaciones que me llegan me invitan a leerlo. El Premio Nobel de Literatura 2008, Jean-Marie Gustave Le Clézio, que al parecer firma siempre con la forma abreviada J.M.G. Le Clézio, es un escritor que se confiesa a secas, sin ligazones a corrientes literarias o clubes artísticos, si bien es una tendencia bastante generalizada entre los profesionales de la pluma considerarse seres al margen de la vida, que pasa lenta ante sus miradas. Tal vez sea un defecto profesional derivado de la condición de dioses creadores de mundos posibles y personajes, pero es así. Lo mismo le ocurría a todos los que hoy incluimos en la llamada Generación del 98, excepto a Azorín, que se inventó la etiqueta. Pío Baroja, que escribía a ratos largos en la panadería que había heredado, renegaba de las generaciones; y don Miguel de Unamuno, que era considerado el maestro de todos, se quedaba un poco perplejo mientras pensaba en la trascendencia del ser humano y quizá en su abundante prole. El caso es que las tendencias, las etiquetas y los cuadros sinópticos les sirven más a los profesores y a los estudiantes que a los que tienen la pasión y el vicio de escribir. Casi toda la palabrería etiquetadora es póstuma.

De Le Clézio, en cualquier caso, como de otros autores galardonados por la Academia sueca en los últimos años, me llama la atención su capacidad de despuntar de la noche a la mañana en nuestro ridículo círculo vital y el etnocentrismo que genera en las gentes, donde me incluyo, claro, al decir de viva voz que a este o a aquel autor no lo conocían en su casa a la hora de comer. Cuando oigo tal cosa (y yo mismo la he dicho alguna vez, que conste), me da una risa empachosa de cansado del catetismo ombliguista. ¡Claro que no lo conocíamos! Cómo pretendemos conocer a los autores de máxima calidad si este mundo saturadísimo nos presenta en primera línea a tanto inútil televisivo y a tanta lagarta mediática. Simplemente, no hay espacios para los otros, que son muchísimos e interesantísimos. Siempre están los mismos dando la lata, incluido el mundo cultural, por supuesto.

Y nosotros, que todavía vivimos anclados en el anacrónico siglo XX, conocemos una nómina de escritores de andar por casa, no la agenda variada que nos sería propia como seres digitalizantes y digitalizados. No culpemos a esos autores y ni siquiera a los suecos que dan el premio, sino a nuestra propia incapacidad de observación y conocimiento en un mundo que cada día se nos escapa más.

El francés Le Clézio, nacido en Niza en 1940, se considera de la isla Mauricio, en pleno Índico, desde donde emigraron su madre y su abuela a una Europa destruida por el odio bélico. Luego, ha viajado por el mundo entero y ha construido un concepto de la extranjería que roza la quintaesencia de la propia humanidad como tal. "La condición de extranjero hoy nos define como humanos, pese a que vivimos en sociedades en las que el hogar, las fronteras y las leyes sociales son importantes", señalaba en una reciente entrevista. "Lo que se llama mundialización", continuaba, "es el invento de un ser humano nuevo que supera las fronteras y se comunica de diversas maneras nuevas. Un extranjero es alguien que puede imaginar los otros mundos y puede trasladarse a otras civilizaciones".

Ya ven, bonita forma de hacer del extranjero un atractivo cosmopolita. Qué diría Albert Camus.

Le Clézio es un extranjero que ha escrito casi 50 novelas porque se desvive por los mundos ajenos. Nosotros, que no lo conocíamos a pesar de estrenarse en 1963 con El atestado y de continuar escribiendo hasta su Ballaciner de hace sólo unos meses, deberíamos hacernos un poco extranjeros también. Soy consciente de que los premios literarios, incluido el Nobel, guardan en sus recámaras intenciones y criterios distintos de los puramente literarios. Y qué. La propia literatura se mueve por más intereses que el de la palabra sola. En nuestro globalizado mundo, que convoca extranjeros a base de tambores mediáticos, un premio de este calibre es una divina excusa para seguir aprendiendo.

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