Da igual que el año haya sido verde o amarillo; al final, los discursos de la carísima oficialidad dicen siempre lo mismo, aunque no lo parezca porque utilicen palabras clave para un servicio de documentación sentimental que sirva de engarce entre el sufrimiento real de la calle y las caras de circunstancias de los mandamases. En rigor, se trata de afianzar una situación por la que las élites dispongan de un sillón aterciopelado y una cámara fija con la que comunicarse con las masas deseosas de soluciones. Groucho Marx dijo que la política es “el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Otras definiciones de la misma disciplina han apuntado, sin embargo, que es “el arte de obtener el dinero de los ricos y el voto de los pobres con el pretexto de proteger a los unos de los otros”. En cualquier caso, la oficialidad que va más allá de la política al uso para englobar a los privilegiados de siempre rezuma un odioso conservadurismo cuya prueba más descarada es la coincidencia formal y semántica de estos sermones televisados e inoportunos que nos dan la lata para nada en los instantes cruciales del festín. Ningún responsable público de probada demagogia es capaz de sustraerse al encanto de sus quince minutos de gloria plúmbea en estos días de ternura entre las audiencias.
Y así, desde el Rey de España hasta el último de los alcaldes, muchos han sido los que en estos días han pronunciado para la caja lista el rosario de palabras mágicas que mantenga cerrado el sésamo de sus distancias insalvables con el pueblo remendón: responsabilidad, esfuerzo, democracia y confianza son de los mejores vocablos. Palabras gastadas de tanto usarlas pero eficacísimas en los días señalaítos. La bicha de entre el vocabulario sociopolítico actual, la palabra “crisis”, ha sido la estrella de estos pregones del nuevo tiempo, aunque una vez pasada la catarsis de su autenticidad por todo el vecindario puede ser pronunciada hasta por Su Majestad, y ese trabajo fonético será evaluado con sobresaliente allende la Casa Real, máxime ahora que sus reales miembros comparten también las cuitas de la misma bicha aunque no sea en el sentido financiero.
Como este gran teatro del mundo no sólo interesa a Calderón, sino a toda la corte que vive de las instituciones, los partidos con aspiraciones reales de gobernar han aplaudido sin debatir una coma el discurso del Rey y, más papistas que el Papa, incluso se han atrevido a calificarlo de “concreto” y de aplaudir sus medidas “específicas” y hasta su espíritu “comprometido”. ¡Pardiez que no se haya visto un discurso más atinado en román paladino! De los tres puntos que abordó Don Juan Carlos, el último estuvo dedicado por entero a “la crisis financiera y económica generalizada”. Así tocaba la bicha pero no apuntaba a nadie. Sí, en cambio, mostraba su vena más humana al acordarse de los parados, e incluso aportaba concretísimas soluciones: “Me preocupan muy especialmente las numerosas personas que en nuestro país han perdido su empleo”, dijo y añadió como tres varitas mágicas: “Recuperar la confianza”, “respaldar la actividad diaria de nuestro tejido productivo” y “llegar a las familias y ciudadanos”. A ver quién da más. Lo mejor vino al final, cuando enarboló frases del pueblo que al pueblo mismo jamás se le habrían ocurrido para arreglar la situación: “Juntos podremos vencer problemas (…) anteponiendo el interés general sobre el particular” (con ello daba en la llaga), “tirando del carro en la misma dirección” (aplaudida frase que metía el dedo y que ni Manolo Escobar habría cantado mejor) y “aportando cada uno su granito de arena” (con lo que terminaba de sacar la pus infecciosa). Y todo arreglado, ¿no? No, hombre, el Rey es persona realista y conocedor de que la crisis no se arregla con ningún mester de juglaría. Por eso habló más concretamente aún del futuro al animarnos a “volver a la senda del crecimiento” y, más aún, a “abrir una perspectiva de pronta recuperación y un horizonte de adecuada seguridad”. E incluso tuvo arrestos para terminar con un eslogan inolvidable: “No es tiempo para el desánimo”. Un servidor, convencidísimo con la real fórmula, lo vio todo claro. Y ganas me dieron de aplaudir el gran entremés 2008-2009. No lo hice al advertir que venían muchos más y no quise interrumpir. Todavía no han terminado.
- Este artículo lo publico también en el número 1.937 del semanario Cambio16.
1 comentario:
En Madrid, que tantos teatros tiene para una amplia demanda, no he seguido el papelón que en estos últimos días nos ha ofrecido la tele. Mejor así. El mensaje del rey es magnífico si se entiende por ello decir las palabras más precisas en un inspiradísimo uso del plural (mayestático)o de encarecidas frases en infinitivo: magnífico juego de la cortesía lingüística. Nada mejor que la dialéctica y un guiño al pueblo para salir del paso.
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