El programa de TVE Tengo una pregunta para usted ha abierto una nueva posibilidad sintáctica y propagandística a la clase política y un nuevo motivo de análisis a los que nos gusta observarlo todo. El formato, ideado para que una representación variopinta de la ciudadanía pueda preguntarle cosas que todos quisiéramos al político de turno a la cara, se estrenó en las vísperas de las pasadas elecciones generales, cuando el torneo se disputaba entre dos claros rivales, los comicios se erigían en el gran espectáculo nacional y el país se dividía entre Rajoy y Zapatero, como en la triste preguerra lo hacía entre Belmonte y Joselito.
El formato funcionó espectacularmente con aquellos dos grandes protagonistas que podían convertirse de un momento a otro en presidente de este país. La audiencia aflojó cuando ya no nos jugábamos tanto. Y, finalmente, el programa de Lorenzo Milá ha querido mantener cierto nivel de éxito aun cuando no toca jugarse nada, tal vez aprovechando la inquietud nacional por esta crisis galopante que nos lleva a mirar expectantes las caras teatralizadas de estos profesionales de la dialéctica pública cada vez más mediáticos y necesitados de medios (y mediaciones).
Y aunque la audiencia ya no responde como antes, en números, digo, lo más preocupante es el nivel de eficacia que estas preguntas y respuestas puedan alcanzar más allá de la pura mejora de imagen que pueda cosechar el político si no patina demasiado. Desde una perspectiva mercantilista, uno puede encontrar el programa de la televisión que pagamos todos como el producto más barato que ha hecho nunca esta empresa pública, con un centenar de periodistas aficionados que son, en rigor, amas de casa, médicos, fontaneros, abogados o maquinistas de ferrocarril; que no cobran un euro, sino cinco minutos de gloria fugaz, y un invitado que tampoco cobra pero que se muestra encantado de que lo llamen.
En la última edición del programa, el líder de la oposición, Mariano Rajoy, que pasaba por segunda vez por el plató, se notaba más hábil en su disposición psicomotriz ante el interrogatorio, pero en sus respuestas revelaba a las claras que no tiene ni idea de las cuestiones minúsculas que les afectan a cada ciudadano o de la micropolítica doméstica que se cuece en cualquier provincia que no suela aparecer demasiado en los telediarios. Normal. Una persona, por muy profesional de la política que sea, no puede estar al corriente de absolutamente todos los temas y de todos los territorios. Para eso, candidato o presidente, cuentan con un extenso equipo de técnicos y asesores que son los que saben, cada cual de su parcela. El candidato es, cada vez más, simplemente una cara bonita que sonríe cuando no sabe qué contestar o que construye circunloquios escapistas y vuelve a sonreír. Una ciudadanía madura debería saber esto, a estas alturas de nuestra democracia treintañera. Entonces, ¿cómo es posible que la gente pregunte todavía con esa cara y esas chuletas de estar ante el Mesías?
Seguramente porque la gente necesita creer en alguien, confiar en que hay otra gente superior que es capaz de hacer magia en vez de política. Y ello, en el fondo, es propio de gente que no confía en sí misma, sino en la milagrería de una clase política que cada vez necesita más de la televisión y menos del conocimiento.
[Este mismo artículo lo publico también en el número 1.950 del semanario Cambio16.]
martes, 31 de marzo de 2009
La política y la televisión
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