Resulta extraño que, siendo como es la comunicación la condición humana por antonomasia, apenas cambiemos nosotros mientras que sí lo hacen, y a un ritmo vertiginoso, los mecanismos y los ritos comunicativos merced a estas tecnologías que hace unas décadas empezaron a llevar el epíteto de nuevas y cuyo grado de la novedad nos resulta mareante a estas alturas. También resulta extraño que se llamen tecnologías de la comunicación cuando su efecto secundario más extendido termina siendo, paradójicamente, la incomunicación, en un tenebroso bucle hacia el vaticinio de McLuhan de que el medio era el mensaje y, por tanto, de que no hay mensaje sin medio, es decir, que apenas tenemos nada que decir si no tenemos el aparatito. De ahí la sorpresa de nuestros jóvenes cuando les contamos que, antes, los ordenadores no tenían conexión a la red; o la sorpresa de los móvildependientes cuando se topan con alguien todavía libre de celular; o la muletilla exculpatoria de muchos de mis conocidos para avisarme de algo con eso de que como yo no tengo whatsapp... Como tú no tienes whatsapp... me dicen, en inacabada frase sonriente, como si no existieran las llamadas telefónicas, los correos electrónicos, los timbres, los aldabones, los intermediarios o los anacrónicos sms... Además, desde mi burladero de solitario sin whatsapp, llevo meses observando que el whatsapp no sólo genera conversaciones, sino risas automáticas, y no sus mensajes, sino el whatsapp mismo, es decir, el mecanismo; el medio. Hasta ahora, no he presenciado una sola conversación en la que quien se haya referido al whatsapp no haya acompañado la palabreja con una sonrisita detrás, con esa picardía tontona, cuasi escatológica, de niño cateto tapándose los dientes. Por la calle, o en un velador, o en la cola del médico o del supermercado, basta con que alguien pronuncie whatsapp -en cualquiera de sus guasonas modalidades fonéticas- para que venga la risita detrás. Incomprensible pero cierto. Observénlo y verán.
La Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla prepara para el próximo otoño un congreso sobre otro de los palabros que amenazan con envolvernos en un trabalenguas de acrónimos tan estúpido como asfixiante: la infoxicación. Es cierto que estamos intoxicados de tanta información. Vivimos rodeados, aplastados por ella cada vez que miramos una de tantas pantallitas como nos hacen compañía en la soledad hipercomunicada de esta nueva era de la amistad en red, que no deja de ser una amistad virtual, o sea, un porrón de amigos en potencia de ser ciertos pero que no terminan de cuajar y con los que nos unen frasecitas crípticas que todos lanzan al aire de la red para gastar el tiempo de nuestra virtual y endémica aproximación que tampoco cuajará mientras medien los medios como barreras cursis de la incomunicación.
Antes se hablaba de información -con saturación o sin ella- y todo el mundo entendía que nos referíamos a la información de los medios de comunicación de masas tradicionales, pero ahora no; porque ya la información la da cualquiera. Contrastada o no, es lo de menos. Y en la crisis de los medios, no sólo subyace una crisis del Periodismo, sino una crisis de la Comunicación. Tal vez el Periodismo se haya dejado arrastrar por ese vicio de dar mucha información sin preocuparse de mucho más, en absurda competencia con ese continuo e indiscriminado flujo informativo de las redes sociales que en rigor no tiene nada que ver con la información, sino con la plática o la cháchara a la que ya hacía alusión Umberto Eco hace unas décadas en referencia exclusiva al deporte. La cháchara deportiva es hoy también cháchara política, cháchara económica y cháchara social, porque todo el mundo opina de todo, dictamina, decreta, sentencia desde la atalaya de su muro virtual, por supuesto no asentado sobre piedra sino sobre el negocio ingente de varias compañías que facturan en miles de millones de cualquier divisa.
Como también la crisis financiera ha empujado a muchos medios de comunicación tradicionales a prescindir del papel, la red se ha inundado de periódicos que intentan dar información y de plataformas de toda índole que también prometen darla, con lo que el usuario común, en ese desordenado ecosistema donde sobran significantes y faltan significados, adolece de un criterio que le ayude a discernir la información verdadera de la pura cháchara. Y ni siquiera los medios, distraídos con sus propias crisis internas, se han preocupado por establecer tales criterios. De modo que la nueva realidad -esa cosmosvisión de la virtualidad a través de las pantallas con calas en la realidad de siempre- no cuenta ya ni con una dimensión auténtica ni con unos mensajeros rigurosos que construyan un relato de la misma, sino que realidad y relatores se confunden en un maremágnum de datos, relevantes o no, que sólo pueden conducir a esa infoxicación que ahora, en un intento de aprehensión para comprenderla, protagoniza hasta congresos universitarios.
Intoxicados de mensajes sin jerarquía racional ni emocional, el saturado ecosistema comunicativo nos inmuniza contra todo, incluso contra lo fundamental, que no advertimos. Nos pasa en las relaciones personales y en el conocimiento del mundo, porque el bombardeo de la intrascendencia no conoce pausas ni cambios de formato. Los twits, sin vocación poética -que podrían tenerla-, se transmutan en diálogo cotidiano solapado a sí mismo, igual que los asuntos públicos envejecen mucho antes en el periódico web, presionados por los nuevos.
Hace 70 años, mientras el poeta Pedro Salinas se tomaba un respiro de la urbe en el Puerto Rico donde había de descansar para siempre pocos años después, reflexionaba en su "Defensa de la Carta" en estos términos: "¿Porque ustedes son capaces de imaginar un mundo sin cartas? ¿Sin buenas almas que escriban cartas, sin otras almas que las lean y las disfruten, sin esas otras almas terceras que las lleven de aquéllas a éstas, es decir, un mundo sin remitentes, sin destinatarios y sin carteros? ¿Un universo en el que todo se dijera a secas, en fórmulas abreviadas, de prisa y corriendo, sin arte y sin gracia?". La profecía de Salinas se ha cumplido, porque vivimos ya en un mundo que no concreta al remitente ni al destinatario ni al cartero y en el que, en cambio, se sacraliza al medio. Tal vez por eso, cuando aún había ordenadores gratis para todos los niños, algunos ignorantes pensaron que nuestros niños saltarían por encima del analfabetismo a través de la mágica digitalización. Pero todo fue un mito. También lo es la fiebre de la infoxicación, porque, al fin y al cabo, necesitamos enterarnos de unas cuantas cosas, decirnos unas cuantas cosas, que queremos vernos, que nos queremos, que nos duelen cosas. Poco más. Pero para todo ello no basta con la guasa del whatsapp.
- Este artículo se publica también como tribuna en El Correo de Andalucía, en su edición del 8 de julio de 2013 -edición impresa del 9 de julio-.