Tocábamos las campanas y charlábamos, como dos adultos con memoria y poso suficiente para la reflexión, aunque yo no fuera más que un mocoso de diez o doce años con una curiosidad por el mundo que iba más allá de lo que aparentaba. Pese a mi juventud, llevaba ya varios años de monaguillo, y había aprendido hacía mucho que la señal en los entierros de las mujeres era una tin y una tan, mientras que en los de los hombres era dos tan, monótonos, periódicos, cada minuto o así, a lo largo de todo el funeral. Como éramos dos monaguillos, yo disfrutaba cuando la misa le tocaba al otro y yo compartía con Francisco Mayo, que iba para los 80 años, la aprovechable velada de sus conocimientos mientras nos turnábamos en el toque. De siempre me pareció un caballero educado y memorioso. No olvidaré jamás el contraste entre su conversación fluida y genial y la de otro viejo que yo había conocido al principio de mi llegada a la parroquia, Pepe el Moreno, el sacristán, que estaba ya a un paso de la agonía y que se desesperaba cuando me veía barrer tan torpemente. Pepe me arrancaba el escobón de las manos, barría con suavidad, haciendo montoncitos del arroz de las bodas para irlos a recoger después, mientras mascullaba con su dentadura postiza inadaptada: "Mira que es sencillo barrer"... A Pepe lo conocí poco porque, como digo, yo llegué cuando el Señor empezó a llamarlo, así que me dejó una imagen de hombre serio que no se correspondía probablemente con la realidad de sus buenos años, de aquella época en la que, según me contaron luego, tenía graciosas salidas como decir en los entierros: "Yo no quiero que se muera nadie, pero que no se acabe el chorro". A Francisco me dio más tiempo conocerlo y tratarlo. Me enseñó muchas cosas, siempre mientras tocábamos las campanas de los entierros como quien echa un cigarro al atardecer. Francisco no era sacristán ni nada. Iba porque quería, porque tenía ese espíritu colaborador de la casta de los Mayo que se le acrecentó una vez jubilado...
En la misma época, yo aprendí mecanografía, informática, taquigrafía y hasta principios básicos de contabilidad en la academia que regentaba una de sus hijas, Rosario. Y conocí a uno de sus nietos, Julio, que ya apuntaba maneras de historiador y reportero y que, con el tiempo, se convertiría en el archivero municipal del pueblo. De modo que intimé con buena parte de su familia. Pero lo más conmovedor es que, también por la misma época, conocí una de las anécdotas que él me contaba mientras tocábamos las campanas que yo nunca hubiera conocido por otra fuente y que a mí desde aquel momento me pareció providencial para intimar con la mía sin tratarla siquiera. Francisco hizo la mili y participó en la guerra civil con mi abuelo parterno, Manolo Romero Castellano. Durante varios años fueron compañeros muy unidos. Pero yo, por motivos familiares que no vienen al caso, lo conocía poco. Apenas hablé con él unas cuantas veces. Y tal vez por ello me deslumbró más que Francisco me contara, entre risas que lo rejuvenecían, que durante aquellos difíciles años de la guerra, como mi abuelo tenía novia -mi abuela- y él no, Francisco le cedía el pase que le pertenecía para que se viniera a ver a mi abuela. "Iba a ver a María cuando le tocaba a él y cuando me tocaba a mí", decía Francisco con una risa que lo hacía retorcerse hacia adelante, con los ojos chiquititos. "Yo le decía: 'Toma, Manolo, vete con María', y allá que iba tu abuelo para ver a la novia", me contaba. Aunque yo fuera un chiquillo, no se me escapaba la causalidad de que gracias a aquellos pases que Francisco Mayo le cedía a mi abuelo, la relación con su novia, es decir, con mi abuela, se consolidó hasta el punto de casarse con ella tras la guerra, tener a siete hijos, incluido el penúltimo que fue mi padre y que, consecuentemente, yo mismo viniera al mundo.
Muchos años después, cuando Francisco y mi abuelo murieron, a mí me siguió resonando en la memoria la risa franca y pueril de Francisco Mayo contándome aquellas batallitas de la guerra, y se me disparaba la imaginación para concluir que, de alguna manera, yo nací gracias a la generosidad soldadesca de Francisco Mayo con uno de sus compañeros de pelotón. No se lo conté nunca a su nieto, Julio Mayo, a quien la vida me acercó por el amor común a las letras y a la cultura en general, y que ayer, cuando el archivo municipal del que él es responsable salió ardiendo, parecía un chiquillo consternado con el mundo, abrazado al único libro, el del Becerro, del siglo XVII, que consiguió salvar de las llamas.
Viéndolo llorar, me acordé de su abuelo, no sólo de cuando tocábamos las campanas, sino de cuando, ya muy mayor, coincidimos alguna vez en su casa del campo, mientras el hijo de Francisco y el padre de Julio, que también se llama Julio, nos preparaba una bandeja extraordinaria de tomate del pueblo bien aliñado. Viéndolo llorar, me pareció injusto para el pueblo que las llamas se llevaran en un rato toda la historia de un pueblo a la que él se ha entregado en cuerpo y alma, y no sólo él, sino el espíritu de su familia desde la afición a la historiografía de su propio abuelo Francisco. Viéndolo llorar, me pareció injusto que Francisco hubiera muerto, que su hijo Julio sufriera ahora Alzheimer y que su nieto Julito tuviera que llorar delante de un archivo carbonizado que es del pueblo entero pero que, sobre todo, era su archivo.
Fíjense si Julito Mayo y el archivo y el pueblo son una misma cosa que la dirección de su correo electrónico, antes de la arroba, es "archivo41720". Nunca he conocido a nadie que, al margen de la lógica o ilógica vocación por su oficio, no pensara además en su trabajo como una forma de llegar a fin de mes, sino como una forma de vida. Así es Julio Mayo Rodríguez, nuestro archivero municipal. Un ser de una pasión inagotable por la historiografía, sobre todo por la local, y con una capacidad de trabajo realmente asombrosa. Jamás le he preguntado nada a Julio, fuera de día o de noche, que no me haya respondido o ayudado al momento. Y creo que no soy el único. Hablo literalmente. Y eso es muy difícil de decir del resto de los mortales.
Julio siempre ha dicho que se aficionó a la Historia por su abuelo Francisco, que tenía un diario en el que apuntaba cada día lo más relevante del acontecer del pueblo. Cada día apuntaba quién se había muerto, quién había nacido, quién se había casado con quién, qué hecho memorable había que recordar. Y así durante años. Esas libretitas empolvadas las guarda Julio en su casa como oro en paño. Y ayer se salvaron de la quema.
Al acordarme de ellas, me acordé también de Francisco, de mi abuelo, de las campanas, del arroz de las bodas, de mi cara de asombro descubriendo el mundo desde el porche de la parroquia... como si las llamas que han destruido el archivo municipal me iluminaran la memoria hacia el origen de cómo empiezan los archivos personales de quienes no pueden vivir sin la Historia, la suya y la de todos.
Y mientras el pueblo dictaba sus propias sentencias, haciendo coincidir los indicios con los incendiarios; mientras los políticos se dedicaban a su estéril pelea de siempre; mientras mucha gente que nunca se ha ocupado ni de la cultura ni del archivo, que en tan malas condiciones estaba, se rasgaba las vestiduras asegurando que le habían arrebatado la memoria... mientras crepitaban tantos disparates en el fuego amasado del odio y de la hipocresía, yo me acordaba de los diarios de Francisco Mayo, a los que ahora tendrá que acudir su nieto para empezar a reconstruir la memoria de tantos desmemoriados. Que Dios le ayude. Y su abuelo desde la Gloria.
- Este artículo, más resumido, se publica también como Tribuna en la edición del 9 de septiembre de 2013 de El Correo de Andalucía.
2 comentarios:
Compañero y amigo Álvaro, me emocionaste por la humanidad y humildad de tu escrito y como bien dices, nos arrebataron nuestra historia popular aunque no la memoria y el coraje para seguir adelante, gracias de corazón por tan nobles sentimientos y buen hacer periodísticos y escritor, un abrazo
Muchas gracias, querido Manuel. Me alegro de que te haya hecho disfrutar. En efecto, memoria y coraje para salir adelante no nos faltarán. Nos vemos!
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