En noches como esta de anoche, con su calorcita sin complejos mecida por la marea, se me han venido a la memoria aquellas otras noches de hace casi treinta años ya en que mis papás remataban la charla en casa de mi abuela, en la calle El Duro, mientras nosotros los niños jugábamos sin descanso y sin organización en la ancha acera frente a la Casa de las Persianas, que se llevaba un par de horas para cerrar del todo. De aquellas noches en que yo decía que tenía una novia -una chica de por allí enfrente- por jugar, recuerdo sobre todo el instante en que nuestras bruscas carreras se acompasaban y terminaban sujetándose cuando pasaba por allí un tipo de un encanto entre surrealista y hippie, con botas estrafalarias, un pañuelo como palestino, una gorra marinera, una camiseta como de revolucionario pacifista... Los niños nos quedábamos embelesados, mirándolo, y escuchándolo extasiados cuando hablaba en su medio francés borracho y su medio portugués melancólico. Entendíamos poco, pero sonreíamos. Esperábamos impacientes a que sacara su armónica bestial con la que entonaba "Pajaritos por aquí / pajaritos por allá...". La melodía hubiera invitado en otro contexto a bailar divertidos, pero los niños de la calle El Duro nos quedábamos quietos, atentísimos y soñolientos oyendo aquella cancioncita que en la armónica de aquel hombre nos ponía tristes y nos hacía mayores... Unas veces venía más borracho que otras. Pero siempre se paraba, aunque fuera un momento. Él observaba su audiencia, y en función de ella preparaba su repertorio. Nuestros padres no nos decían que no nos acercáramos, pero nosotros lo sabíamos, y manteníamos una prudente distancia frente a aquel hombre que yo siempre veía solo por las calles de mi pueblo, incluso cuando algunos años después lo contemplaba yo donde él tenía su última parada y fonda: en la esquina de Juanito Arriero.
El juego reposaba ya más talentoso, como querían los mayores, cuando se marchaba aquel tipo. Y a nosotros, bajo las estrellas veraniegas de aquellos estíos inolvidables, nos resonaba ya su armónica hasta la hora de dormir.
Muchos años después, cuando yo trabajaba en Sanlúcar, supe que se había muerto; que lo habían recogido en casa unos santos excepcionales que se llaman Antonio Vidal y su mujer María del Carmen Testal; que el Ayuntamiento le había pagado el ataúd; que lo había retratado Pepe Perea...
Recuerdo que, desde Sanlúcar, en la distancia temporal y espacial, guardé un minuto de silencio cuando me enteré de su muerte. Hoy, tantos años después otra vez, mantengo su imagen intacta, su pequeña cabeza romana de canas lacias, sus ojos azules y extraviados, su estampa de bohemio libérrimo y desgraciado sin que yo supiera por qué... Ahora me llama la atención que se colocara en medio de la calle a interpretar su número sin que molestara a los coches, porque apenas pasaban... Cuando venía alguno, raramente, él hacía un movimiento belmontiano con la cintura y nada más. Lo llamaban Pedrote.
2 comentarios:
Amigo Alvaro en el tercer renglón de tu descripción de descubierto el personaje, y la verdad que no me acuerdo de su nombre, también pintaba muy bien y hacia sus vacaciones en chipiona.
Es verdad! Sé lo de Chipiona, pero no sabía que pintaba. Por lo visto, se llamaba Pedro Alcázar Alcaide, pero no sé de dónde vino ni por qué. Un saludo, amigo!
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