No he discutido nunca que el democrático no sea el mejor de los sitemas políticos, aunque ello no quiere decir que sea un sistema impecable. En cualquier caso, siempre que no salgamos de la esfera competencial de la polis, hablar de democracia es oportuno. Otra cosa muy distinta es que apliquemos la demo-cracia, como concepto rebajado y generalizado, a otros contextos que no son propiamente ni el poder ni el pueblo.
Todo el mundo sabe que entre las joyas de lo políticamente correcto se encuentra el aplicar el adjetivo democrático a todo: la familia ha de ser democrática, la escuela ha de ser democrática y hasta los candidatos para el festival de Eurovisión han de elegirse democráticamente. Dicho así, como la palabra está connotada muy positivamente, parece incuestionable. Pero la democracia como idea desgastada, alejada ya de la cracia del demo del origen, contiene en su aplicación generalizada consecuencias funestas. Para empezar, aplicar democracia en el sentido que hoy se toma a todos los foros supone eliminar las jerarquías, el conocimiento y hasta el bien y el mal; es decir, cortarlo todo con las mismas tijeras y a la misma altura, o sea, siempre por lo más bajo, con lo que se fulmina la excelencia. En una familia (que nadie venga a discutirme el tipo, que para eso están los Roucos o los Zerolos) no es posible aplicar la pretendida dosis democrática porque el padre (y la madre) debe saber y decidir más que los hijos; en el aula, el maestro (o la maestra) debe saber y decidir más que los alumnos; y en cualquier parcela, los expertos deberían saber y decidir más que la masa. Y esto no es falta de sentido democrático, sino sentido común, cuyo quiasmo es tan hartamente conocido como cierto.
En los últimos tiempos, cuando la democracia como sistema político se ha consolidado, afortunadamente, han surgido los gurús de la democratización integral para dar un riego de democracia enlatada a todo lo que ven. Hablo de la familia y de la escuela porque son dos de las instituciones socializadoras más decisivas y, por ende, más perniciosas en el caso de que se conviertan en víctimas de engañosas ideologías.
Con la democratización de la familia ha podido conseguirse la rebelión de los hijos cada vez a más temprana edad, aunque no su mayoría de edad en el sentido kantiano y, por tanto, tampoco su esperable responsabilidad. Esto quiere decir que los adolescentes se han visto en la posibilidad de exigir derechos a los padres, más allá de los tradicionalmente aceptados, pero no de demostrar deberes, pues la democratización va siempre unida, conceptualmente, a la consecución de derechos, pero pocas veces al cumplimiento de deberes. Se acepta que un niño tenga muchos derechos, pero no la misma cantidad de deberes. En cambio, en un adulto la balanza se equilibra mucho más. En las clases pasa tres cuartos de lo mismo; de modo que junto a esta tendencia falsamente democratizadora se ha asentado una cultura del no esfuerzo, y así nos encontramos con bachilleres que, directa, sincera y empíricamente, no saben leer. Han leído bien: que no saben leer. Pero que nadie ose decir que han mermado sus derechos, por dios y por la Logse, qué va.
Esta reflexión me ha germinado nada más comprobar que es cierto que nuestro candidato para Eurovisión es quien es. Un tal chiquilicuatre o algo así. ¿Cuál ha sido el proceso de su elección? La democracia en la era Internet. Los internautas votan amparándose en el anonimato, lo que nos viene como anillo al dedo para recordar nuestra tesis antes expuesta del desequilibrio entre derechos y deberes, o sea, entre posibilidades de actuación y responsabilidades. Si alguien vota y no da su nombre, se fomenta su derecho y su irresponsabilidad, ¿o no? Además, nos estamos cargando, por este camino, la excelencia del experto en las diversas artes. La música es una de ellas, y una de las más vilipendiadas, por cierto. Desde Operación Triunfo hasta la última cagada televisiva que siempre acaba convirtiéndose en un GH alternativo, los pseudoexpertos de estos formatos son parte del espectáculo, pero quien tiene la vara de mando o el telemando es el público sentadito en su sofá. Hoy no hay que saber solfeo para dictaminar desde el sofá, y parece ser que tampoco se considera a esta situación una dictadura de la ignorancia generalizada, sino otra versión de la democracia. ¿Quién se va a creer esto? Parece que la mayoría de la gente. Yo no, desde luego. Por encima de esta dictadura verbenera de sofá existen otros dictadores de las audiencias, que son los verdaderos cerebros de esta sociedad descerebrada y antigenial. Y en el fondo de todas las explicaciones, siempre aparece el dinero a corto plazo.
Hay quien afirma que si nunca tenemos posibilidades de ganar en Eurovisión, esta vez tenemos muchas de perder, y también quedar el último es una manera de ocupar el primer puesto. Cuestión de perspectivas. También habrá quien diga que lo importante es participar.
Vuelta a empezar. Es la canción de moda.
Todo el mundo sabe que entre las joyas de lo políticamente correcto se encuentra el aplicar el adjetivo democrático a todo: la familia ha de ser democrática, la escuela ha de ser democrática y hasta los candidatos para el festival de Eurovisión han de elegirse democráticamente. Dicho así, como la palabra está connotada muy positivamente, parece incuestionable. Pero la democracia como idea desgastada, alejada ya de la cracia del demo del origen, contiene en su aplicación generalizada consecuencias funestas. Para empezar, aplicar democracia en el sentido que hoy se toma a todos los foros supone eliminar las jerarquías, el conocimiento y hasta el bien y el mal; es decir, cortarlo todo con las mismas tijeras y a la misma altura, o sea, siempre por lo más bajo, con lo que se fulmina la excelencia. En una familia (que nadie venga a discutirme el tipo, que para eso están los Roucos o los Zerolos) no es posible aplicar la pretendida dosis democrática porque el padre (y la madre) debe saber y decidir más que los hijos; en el aula, el maestro (o la maestra) debe saber y decidir más que los alumnos; y en cualquier parcela, los expertos deberían saber y decidir más que la masa. Y esto no es falta de sentido democrático, sino sentido común, cuyo quiasmo es tan hartamente conocido como cierto.
En los últimos tiempos, cuando la democracia como sistema político se ha consolidado, afortunadamente, han surgido los gurús de la democratización integral para dar un riego de democracia enlatada a todo lo que ven. Hablo de la familia y de la escuela porque son dos de las instituciones socializadoras más decisivas y, por ende, más perniciosas en el caso de que se conviertan en víctimas de engañosas ideologías.
Con la democratización de la familia ha podido conseguirse la rebelión de los hijos cada vez a más temprana edad, aunque no su mayoría de edad en el sentido kantiano y, por tanto, tampoco su esperable responsabilidad. Esto quiere decir que los adolescentes se han visto en la posibilidad de exigir derechos a los padres, más allá de los tradicionalmente aceptados, pero no de demostrar deberes, pues la democratización va siempre unida, conceptualmente, a la consecución de derechos, pero pocas veces al cumplimiento de deberes. Se acepta que un niño tenga muchos derechos, pero no la misma cantidad de deberes. En cambio, en un adulto la balanza se equilibra mucho más. En las clases pasa tres cuartos de lo mismo; de modo que junto a esta tendencia falsamente democratizadora se ha asentado una cultura del no esfuerzo, y así nos encontramos con bachilleres que, directa, sincera y empíricamente, no saben leer. Han leído bien: que no saben leer. Pero que nadie ose decir que han mermado sus derechos, por dios y por la Logse, qué va.
Esta reflexión me ha germinado nada más comprobar que es cierto que nuestro candidato para Eurovisión es quien es. Un tal chiquilicuatre o algo así. ¿Cuál ha sido el proceso de su elección? La democracia en la era Internet. Los internautas votan amparándose en el anonimato, lo que nos viene como anillo al dedo para recordar nuestra tesis antes expuesta del desequilibrio entre derechos y deberes, o sea, entre posibilidades de actuación y responsabilidades. Si alguien vota y no da su nombre, se fomenta su derecho y su irresponsabilidad, ¿o no? Además, nos estamos cargando, por este camino, la excelencia del experto en las diversas artes. La música es una de ellas, y una de las más vilipendiadas, por cierto. Desde Operación Triunfo hasta la última cagada televisiva que siempre acaba convirtiéndose en un GH alternativo, los pseudoexpertos de estos formatos son parte del espectáculo, pero quien tiene la vara de mando o el telemando es el público sentadito en su sofá. Hoy no hay que saber solfeo para dictaminar desde el sofá, y parece ser que tampoco se considera a esta situación una dictadura de la ignorancia generalizada, sino otra versión de la democracia. ¿Quién se va a creer esto? Parece que la mayoría de la gente. Yo no, desde luego. Por encima de esta dictadura verbenera de sofá existen otros dictadores de las audiencias, que son los verdaderos cerebros de esta sociedad descerebrada y antigenial. Y en el fondo de todas las explicaciones, siempre aparece el dinero a corto plazo.
Hay quien afirma que si nunca tenemos posibilidades de ganar en Eurovisión, esta vez tenemos muchas de perder, y también quedar el último es una manera de ocupar el primer puesto. Cuestión de perspectivas. También habrá quien diga que lo importante es participar.
Vuelta a empezar. Es la canción de moda.
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