martes, 4 de marzo de 2008

Política y TV

Anoche se reunieron en torno a la tele casi 12 millones de espectadores para tragarse el debate (o algo parecido) entre Zapatero y Rajoy previo al 9 de marzo, cita electoral que se avecina caliente por el interés desmedido de unos en continuar su mandato y la rabia de otros por seguir otros cuatro años en la desesperante oposición del erre que erre. El debate televisivo ha perdido más de un millón en su audiencia con respecto a la otra vez, probablemente porque en la primera cita defraudaron mucho los candidatos y el formato, y el personal se sabía ya la copla de cada cual. Esta vez, sin embargo, a mí me ha parecido que la cosa mejoró. Hubo más debate real, más interrupciones y más acaloramiento, aunque el encorsetamiento del plató y sus dirigentes no daban para mucho.
Las principales encuestas dan a Zapatero como ganador contundente. A mí también me lo pareció. Y ello me ha hecho reflexionar sobre los conceptos que titulan la entrada de hoy. Hubo un tiempo en que la política se cocía a cuerpo limpio, en el ágora o en la abarrotada plaza de toros. Ya no; hoy para ser político de éxito hay que conseguir también ser un buen animal televisivo. Y Zapatero lo es; al menos mucho más que Rajoy. Política y televisión son cada vez más artes y, por tanto, dependen al cabo de la estética y la emoción; de la apariencia y la empatía. Los contenidos son lo de menos. Los asesores de cada político, que mandan mucho, habrán estado dándoles la vara toda la semana. A Zapatero le dijeron que fuese más firme en sus afirmaciones, que sonriese más y que interrumpiese cuando fuese necesario. Y lo hizo y le salió bien. A Rajoy le dirían también que no sacase su lengua de trapo, que no desviase sus ojos ni los desencajase a cada rato y que no despreciara con tan mal gusto a su contrincante. Pero no lo hizo porque no quiso o porque no supo. ¿El resultado? Un Zapatero con la diatriba de siempre pero más simpático y cercano y un Rajoy con la matraca de ETA y los precios pero antipático y fatiga. Y a su niña se la han tomado a cachondeo. En televisión, esa diferencia es decisiva. La gente no lee programas; sólo escucha, mira y se hace una idea superficialísima que le sirve para depositar su sobre. Eso es lo que hay. La democracia no es un sistema político sólo para eruditos, sino para todos, incluida la gran plebe. Es por ello incompatible con pedantes y prepotentes. La televisión, aliada con la política democrática de hoy, catapulta al candidato que tenga y demuestre tener esas nociones básicas. Así que el resultado está cada vez más claro. Dios (o Alá) quiera que ninguna bomba cambie el curso esperable de las elecciones. Por el bien de España, que diría Rajoy, el patriota incomprendido.

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