La luna y el calendario nos traen este año el chorreón de jaranas primaverales acumuladísimas. Del carnaval cada vez más fugitivo hemos dado el salto a una cuaresma ya sin sentido para vernos envueltos, de súbito, en el aroma de incienso cofrade y la lágrima devota por un rato. Y todavía andamos a mediados de marzo. El almanaque festero nos organiza la vida desde hace mucho, pero hoy me he parado a pensar en el carácter cada vez más volátil de los antiguos significados, de los sentidos telúricos y ancestrales que hoy se convierten en mercadotecnia apresurada. No sé si será exactamente por la edad, pero el tiempo se hace más veloz y las pautas que lo entretejen, más insustanciales. Las fiestas eran antes foros de intercomunicación y consolidación de afectos personales y familiares. Digo bien, aunque la frase me haya salido ripipi. Eran ocasiones en las que recordar y recordarse los vínculos entre las personas, porque el trabajo y la rutina se empeñaban en emborronarlos. Pero la posmodernidad de los últimos días, las agencias de viajes y la resignación de que ahorrar no sirve para nada han contribuido a banalizar las fiestas y a meterlas todas en el mismo saco. Yo escucho con cada vez más frecuencia la cantinela de gente guay que se va de fin de semana. Da lo mismo adónde. A la playa, a las Fallas, a la montaña, a Roma, a Tierra Santa, al Caribe, a Chiclana. La gente se va y vuelve. Consume. Bebe, traga, ríe y sueña cuando el calendario se lo permite. Pero mejor no piensa en por qué, pues la razón parece ser siempre la misma: desconectar de su propia vida. Por eso tal vez no caben los significados antiguos que dieron origen a las fiestas, porque han sido usurpados por ese sentido evasor que precisa la vida urbanita de los currantes.
Tal vez por ello las rebeldías personales se van apagando y uno contempla atónito cómo el personal responde a los estímulos que la industria del entretenimiento globalizado le va demandando. La gente no se complica, salvo donde el hambre aprieta mucho, y hace lo que las cámaras esperan que haga: grita, carcajea y maldice en el estadio futbolero; traga saliva, pone caras y se sacude el flequillo en los reality shows; se abraza seriamente cuando terminan las procesiones... Las fiestas y los festejos no sirven ya para volver a fundir a fuego fatuo los afectos, sino para liberarse más de ellos y reencontrarse en el televisor como uno se soñaba a sí mismo.
Todo eso nos empobrece porque nos hace borregos del porvenir.
A ver.
3 comentarios:
Precisamente por eso el personal decide quitarse de en medio. Las fiestas, antes destinadas a consagrar los afectos recogidos en el candelero familiar, ahora, contaminados por la glocalización de la caja tonta y las tendencias del Loreal, sólo sirven para reunir en un lugar a cuantos más idiotas del cigarro y la copa envenenada al compás del reggaeton o el último achaque de la posmodernidad: las marchas fúnebres y procesionales tuneadas de break beat. Y hay que reconocerlo: resulta estúpido, en esta pérdida de valores y sentidos religiosos o esprituales, ver a los mismos imbéciles, con las mismas caras de adefesios pulular por donde tantos años hemos digerido el cocido y la olla podrida. Por eso es mejor, como digo, quitarse de en medio y encajarse en la playa, a las Fallas, a la montaña, a Roma, a Tierra Santa o a Chiclana.
Igual de ridículo me parece un extremo como el otro.
Hay gente que huye de todo, pero la hay ahora y la ha habido siempre. Son problemas de identidad, de pobreza intelectual/espiritual.
Saludos
Manuel
Publicar un comentario