Me leí el pasado fin de semana la última novela de Eduardo Mendoza, El asombroso viaje de Pomponio Flato (Seix Barral), y en parte por mi admiración un tanto incondicional por el autor y en parte por la verdadera calidad literario-humorística del texto, quedé otra vez encantado. Lástima que la novela sea tan breve. El relato cuenta las aventuras de un romano del siglo I, Pomponio Flato, que, en busca de unas aguas curativas para su diarrea, llega a Nazaret, pequeño pueblo de Galilea en el que acaban de condenar al carpintero por ser el presunto asesino del rico Epulón. Pomponio conocerá, nada más dejar a las tropas romanas con las que viaja y buscar aposento en la casa de una vieja, a un niño rubito con orejas de soplillo llamado Jesús y que resulta ser el hijo del carpintero presuntamente homicida. El niño lo contratará para que investigue el crimen y demuestre la inocencia de su padre, de la que está totalmente convencido. Y ahí empieza, aunque con 20 siglos de diferencia con respecto a los viajes del loco de El misterio de la cripta embrujada o de Onofre Bouvila en La ciudad de los prodigios, la novela de Mendoza con todos sus jugos. A Mendoza le encanta la novela de personaje que siempre viaja para conocerse mejor a sí mismo. Y a mí también; por eso me encanta Mendoza. Pero es que, además, este escritor barcelonés -que paradójicamente ha puesto en solfa más de una vez el futuro del subgénero novela como tal- ostenta otros dos méritos muy de agradecer en los tiempos que corren: tiene un sentido del humor inteligente y escribe que da gusto.
Por la novela, de investigación heterodoxa en un pueblo en el que todo el mundo se conoce y con personajes que todos conocemos por las referencias bíblicas -el mendigo Lázaro de una parábola de Cristo, María Magdalena y su madre, la Virgen María, su prima Isabel, Zacarías, Juan el Bautista, Barrabás, etc.-, seguiremos las pistas que descubre Pomponio antes de que el tribuno Apio Pulcro, con el que viaja, decida regresar a Cesarea cumplida la misión de crucificar a José el carpintero. Descubrimos que María quería alejar a su hijo de aquellos fanáticos paisanos; que el futuro Juan el Bautista hace méritos para terminar sin cabeza porque sus padres lo concibieron ya viejos y no podían hacer carrera de él; o que el tribuno manda repetir la cruz de madera al carpintero José para ganar tiempo y así negociar con los sacerdotes del templo la recalificación de los solares anexos, en los que se iban a construir viviendas y cuyo precio iba a subir por las nubes.
El sarcástico relato nos va a redefinir, en clave de humorística modernidad antiheroica, a muchos personajes que el cristianismo nos pintó siempre con la única y empobrecedora perspectiva de su misión religiosa. Pero sabe hacerlo con respeto a la tradición y con la ironía suficiente para desbancar de su extendido timo a los best-seller que se venden hoy impúdicamente como falsa ciencia, revelación del montón o esoterismo barato. Ya saben ustedes los títulos a los que me refiero. Lo bueno de Mendoza es que, sin pretender hacer historia, hace literatura para tomar distancia de nuestras realidades. Para reírnos con inteligencia y objetividad constructivas.
No les cuento el resto de la novela porque me gustaría que ustedes disfrataran como yo. Si gustan, la tengo en casa...
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