Cuando vivir cuesta mucho más que morir, el amor de nuestros semejantes debería empujarnos a lo último que se pierde, a esa esperanza que hoy parece ser lo último que se cumple, como un valor anacrónico e inservible, como un estorbo en la carrera hacia el triunfo macabro del acabóse. No es razonable ni deseable ni lógico que la voluntad –más bien la falta de voluntad- de una niña cansada de vivir por el calvario de una vida sufrida se imponga incluso a las fuerzas imparables de unos padres y de toda una sociedad que está viva. Hannah Jones, la chica británica de 13 años que prefiere terminar definitivamente con su vida antes de probar con otro corazón trasplantado, ha vuelto a colocar en el tapete de la dolorosa actualidad el debate del llamado suicidio asistido, la eutanasia activa y otros horrores del game over vital.
El debate, en última instancia y como ocurre con los terceros en el caso de la pena de muerte, es si estamos legitimados para acabar con la vida de otros o incluso la propia. Y en este último supuesto, que parecería más aceptable, si está bien que los demás nos ayuden a dar ese salto. En rigor, hablamos de un delicado supuesto ético, pues más allá de los posicionamientos religiosos queda aún la dignidad humana, a merced de lo que en cada tiempo se considera un avance de la civilización.
¿Es realmente un avance de la civilización este suicidio asistido que defiende nuestro ministro Bernat Soria o esta aparente resignación que muestran los padres de la chica británica, Andrew y Kirsty Hannah Jones, ante la tajante decisión de la niña? Yo no estoy seguro, pues en nuestro sistema de valores se han entendido los saltos cualitativos de la civilización como las garantías de protección de los más débiles, desde los bíblicos huérfanos y viudas hasta los animales, pasando, evidentemente, por los menores y los enfermos. En el caso de Hannah nos encontramos precisamente con una menor enferma, lo que la sitúa en una posición personal doblemente susceptible de ser protegida. Y ello no me parece que consista en respetar su voluntad, como defienden sus padres y quienes apoyan sus ganas de tirar la toalla, pues su voluntad no puede estar en ningún caso liberada de su íntima subjetividad que arroja una mirada a través de un prisma doblemente desventajoso: es una menor de 13 años y padece una extraña forma de leucemia. En tal situación, por mucho que digan los psicólogos que han considerado su madurez, no podemos hablar de una decisión adulta y libre. ¿Por qué sus decisiones, entonces, no cuentan en otros órdenes de la vida? Si es adulta, debería serlo a todos los efectos y no solamente para decidir que ya no puede más. Este extremo es de suponer, después de toda una infancia luchando por su vida. Pero los demás, que no están enfermos ni son menores, deberían inculcarle hasta el último de los extremos la grandeza de la supervivencia aupada constantemente sobre la luz chiquita que nos conduce siempre hacia mañana, como un bucle de esperanza inexorable. Si los médicos han encontrado un atisbo de posibilidad salvadora en una operación de trasplante de corazón, no van a sugerirlo caprichosamente, sino porque están en su obligación moral de agotar todos los recursos que estén en sus manos.
Lo que pone de los nervios en esta historia humana, demasiado humana, no es precisamente la resignación a morir de la niña, sino el asentimiento de los adultos que la rodean, convertidos ya a esa nueva versión antiheroica del protagonista que triunfa finalmente si consigue morir pese a las trabas de la vida. Tal vez Ramón Sampedro no hiciera este análisis de su hazaña, pero la versión cinematográfica de Alejandro Amenábar se encargó de construirla. Y ese retorcido happy end sigue calando en la pusilanimidad de mucha gente. Sampedro al menos era un adulto, pero Hannah es una niña con toda una aventura por delante, la que le puede deparar un nuevo corazón que la está esperando, aunque ella no cuente con cirineos que le ayuden en el camino hacia una posible resurrección. La resignación desde el sofá de casa es hoy la podredumbre para todos nuestros niños.
El debate, en última instancia y como ocurre con los terceros en el caso de la pena de muerte, es si estamos legitimados para acabar con la vida de otros o incluso la propia. Y en este último supuesto, que parecería más aceptable, si está bien que los demás nos ayuden a dar ese salto. En rigor, hablamos de un delicado supuesto ético, pues más allá de los posicionamientos religiosos queda aún la dignidad humana, a merced de lo que en cada tiempo se considera un avance de la civilización.
¿Es realmente un avance de la civilización este suicidio asistido que defiende nuestro ministro Bernat Soria o esta aparente resignación que muestran los padres de la chica británica, Andrew y Kirsty Hannah Jones, ante la tajante decisión de la niña? Yo no estoy seguro, pues en nuestro sistema de valores se han entendido los saltos cualitativos de la civilización como las garantías de protección de los más débiles, desde los bíblicos huérfanos y viudas hasta los animales, pasando, evidentemente, por los menores y los enfermos. En el caso de Hannah nos encontramos precisamente con una menor enferma, lo que la sitúa en una posición personal doblemente susceptible de ser protegida. Y ello no me parece que consista en respetar su voluntad, como defienden sus padres y quienes apoyan sus ganas de tirar la toalla, pues su voluntad no puede estar en ningún caso liberada de su íntima subjetividad que arroja una mirada a través de un prisma doblemente desventajoso: es una menor de 13 años y padece una extraña forma de leucemia. En tal situación, por mucho que digan los psicólogos que han considerado su madurez, no podemos hablar de una decisión adulta y libre. ¿Por qué sus decisiones, entonces, no cuentan en otros órdenes de la vida? Si es adulta, debería serlo a todos los efectos y no solamente para decidir que ya no puede más. Este extremo es de suponer, después de toda una infancia luchando por su vida. Pero los demás, que no están enfermos ni son menores, deberían inculcarle hasta el último de los extremos la grandeza de la supervivencia aupada constantemente sobre la luz chiquita que nos conduce siempre hacia mañana, como un bucle de esperanza inexorable. Si los médicos han encontrado un atisbo de posibilidad salvadora en una operación de trasplante de corazón, no van a sugerirlo caprichosamente, sino porque están en su obligación moral de agotar todos los recursos que estén en sus manos.
Lo que pone de los nervios en esta historia humana, demasiado humana, no es precisamente la resignación a morir de la niña, sino el asentimiento de los adultos que la rodean, convertidos ya a esa nueva versión antiheroica del protagonista que triunfa finalmente si consigue morir pese a las trabas de la vida. Tal vez Ramón Sampedro no hiciera este análisis de su hazaña, pero la versión cinematográfica de Alejandro Amenábar se encargó de construirla. Y ese retorcido happy end sigue calando en la pusilanimidad de mucha gente. Sampedro al menos era un adulto, pero Hannah es una niña con toda una aventura por delante, la que le puede deparar un nuevo corazón que la está esperando, aunque ella no cuente con cirineos que le ayuden en el camino hacia una posible resurrección. La resignación desde el sofá de casa es hoy la podredumbre para todos nuestros niños.
- Este artículo lo publico también en el número 1.930 del semanario Cambio16.
3 comentarios:
Fíjate, amigo Álvaro, que en este caso coincidimos por completo. Incluso en esa expresión acerca de la esperanza: es lo último que se cumple.
Claro que coincidimos, porque ambos valoramos el valor de la vida, de la esperanza, del dolor, de la resistencia... Tú como corredor de fondo lo sabes. Se me hace un nudo en la garganta con sólo pensar que unos padres dicen desde el sofá de casa que respetan la voluntad de morir de su hija, como si estuviesen hablando de la voluntad de indendizarse o de dejar los estudios. Ese seudorrespeto a la infancia, a los infantes que no saben exactamente ni lo que dicen ni lo que piensan, está poniendo nuestras aulas como las está poniendo, como tú sabes.
Coincido plenamente con vosotros, la vida hay que intentar salvarla, la vida de una chica guapa,joven y valiente y la de cualquier ser humano. Soy madre y no puedo entender la sonrisa de esa madre cuando acepta con tanto aplomo la decisión de su hija de dejarse morir por si falla de nuevo el tratamiento y la operación que la espera.La respeto e imagino el sufrimiento de estar con su hija enferma día tras día. !Que el Dios de Jesucristo, en el que creo, le ilumine su mente y su corazón!Rezo por ella, por un futuro feliz. Isabel Miranfu.
Publicar un comentario