Si obviamos la participación del Espíritu Santo que en el Vaticano siempre han defendido, pudiera parecer humanamente oportunista la elección de un papa con tanta vocación social y americana en un tiempo de tanta desesperación como el que vivimos, pues la falta de solidez que Muñoz Molina focaliza en su último ensayo no sólo la ha percibido y sufrido la sociedad civil en general, sino también la Iglesia, incrédula ante ese desapego de la gente de a pie que se parece tanto al que se inflige contra una clase política desautorizada. Pero más allá del oportunismo, que tal vez a la propia curia vaticana se le ha vuelto en contra, hemos de quedarnos con la necesidad: el apremio de una voz, desgraciadamente original, que dijera cosas elementales por encima de creencias, ideologías y mundos virtuales, a la altura misma del sentido común que demanda el común de los mortales, a saber, que "el futuro nos exige una visión humanista de la economía y una política que logre la participación de las personas, evite el elitismo y erradique la pobreza", como ha dicho Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud de Brasil, pero dicho con la autenticidad que confiere no sólo bajar a sus favelas como al núcleo duro donde se origina el sentido de la evangelización, sino, sobre todo, reconocer la incoherencia de una Iglesia que lleva demasiado tiempo ajena a la lección de la sencillez que él ahora reclama, reconociendo como errores capitales la frialdad, la rigidez y la autorreferencialidad que la Barca de Cristo, que él dirige ahora, se ha acostumbrado a ostentar.
La autoridad que se le reconoce a este nuevo papa, empezando por los jóvenes -la clientela más difícil de todas-, proviene de su propio carácter contrito. Se desactivan muchas críticas posibles si es uno mismo el primero que reconoce las equivocaciones. Esa autocrítica absolutamente ausente en los poderes de este mundo, verbigracia la partitocracia que siempre ve la mota en el ojo del otro y nunca la viga en el propio, está diseñando las claves de un tiempo nuevo no sólo para la Iglesia, sino también para el mundo en tanto que el objetivo eclesial, en esa vocación por regresar a los orígenes perdidos, radica en convertirse otra vez en luz del mundo o -tal vez la otra metáfora crística sea hoy más recurrente- sal de la tierra.
Tienen razón quienes esperan esos cambios primero en las filas del catolicismo. El papa les da esa razón cuando reclama "una Iglesia que no tenga miedo a entrar en la noche de los que se han marchado" y cuando comprende sus motivos, ante una Iglesia, la suya, que "tiene que cambiar" y ha de hacerlo revolucionariamente, "saliendo a la calle y haciendo lío". Por eso el reto actual de la Iglesia, que con este papa parece colocarse a la vanguardia de un discurso humanista y honesto, es el de toda la vida: cumplir lo que predica. Sería una pena que este discurso del papa, revolucionario por volver a las consignas del Jesús de Nazaret que arremete contra el inmovilismo religioso de su tiempo, se convirtiera en papel mojado o en la opinión de un hombre solo en la cúspide de una organización milenaria.
En sus dos mil años de historia, la Iglesia ha precisado de un revolucionario interno para alzarse sobre sí misma en sus momentos de peor degeneración. Factores constructivos de la modernidad lo constituyen precisamente la Contrarreforma y las alertas sin acritud de sabios de la talla de Erasmo de Rotterdam. Y más recientemente, los intentos de conciliación y coherencia llevados a cabo por Juan XXIII en el mundo o por Tarancón en España insuflaron la imprescindible dosis de supervivencia a una Iglesia alicaída y maleada, que fue a su vez otra dosis de ilusión humanista para un mundo desesperanzado. Y en todos los casos predominó un discurso valiente, claro y sin complejos por parte de quienes, líderes por la fuerza de su palabra y sus hechos, no han tenido empacho -como el papa hoy- en reclamar el laicismo del estado moderno, la convivencia naturalizada de las opciones religiosas y el seguimiento convencido a un Jesús que satirizaba todo tipo de preceptos en favor del amor fraterno, luego ratificado por la tesis paulina de que es hipócrita amar a Dios, al que no ves, cuando no amas al hermano que está a tu lado.
Justamente por la fuerza de la coherencia -ahora tan en boca del papa-, deben de estar nerviosos los poderes fácticos de la Iglesia. En el catolicismo actual, por culpa de algunos papas anteriores en los que esos poderes reconocían la voz de Dios -a lo peor ahora matizan asegurando que se trata tan solo de las opiniones de un hombre de Dios-, los pobres de veras no son nadie si no engrosan una de las comunidades de solidaridad centrípeta que pretenden una gloria celeste sin olvidar jamás la terrena, crecidos en la sinrazón de unos privilegios surgidos en los sistemas reaccionarios de la vida bien, ciega y egoísta para con la vida de todos.
El cambio de rumbo que este nuevo papa, aplaudido hasta por los ateos, pretende para la Iglesia será determinante en un mundo carente de voces comprometidas con los más débiles, pero no porque sustituya en su esencial cosmovisión ecológica el irreemplazable papel del sistema democrático, sino porque con su ejemplo desinteresado contribuya a reforzar el poder del pueblo, es decir, de los que ahora, desde abajo, claman, pisoteados e ignorados. La crítica que Francisco hace a su propia Iglesia, en la que él ha nacido y ahora pretende dirigir, es aplicable igualmente a esta democracia nuestra para los que los indignados reclaman autenticidad: "Quizás la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta", dice Jorge Mario Bergloglio. En el sentido kantiano que los poderes públicos han olvidado, también es indispensable que la democracia siga sirviendo en la mayoría de edad, no como el menos malo de los sistemas de gobierno, sino como el único ecosistema adecuado en el colmo de la civilización, es decir, como dice Francisco, un mundo en el que "a nadie le falte lo necesario y en el que se asegure a todos dignidad, fraternidad y solidaridad". Tendría gracia que en esta crisis global, que etimológica y pragmáticamente significa 'cambio de rumbo mundial', fuera un papa -a falta de líderes terrenales- quien liderara ese salto humanista y humanitario, y no hablándonos como nos contaron que hablaría Dios, sino como nos consta que hablamos los hombres.
- Este artículo se publica también en la edición del 30 de julio de El Correo de Andalucía.
2 comentarios:
Sólo una duda que, la verdad, no me he preocupado de despejar por mi cuenta. Tengo entendido que el autor de la tesis "de que es hipócrita amar a Dios, al que no ves, cuando no amas al hermano que está a tu lado" procede del evangelio de Juan, o así lo he leído alguna vez, y no en las cartas de Pablo. Por lo demás, buen planteamiento de un católico progresista.
Sí, es verdad que la cita -y yo no la traigo literalmente- es del Evangelio de Juan. Pero entiendo que quien predica con otras palabras la misma idea machacona es San Pablo precisamente a través de sus cartas, tan pragmáticas.
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