Cuando uno explica que los poetas modernistas se evadían de la realidad lo hace muchas veces con esa palanca rutinaria que se activa cuando el cuerpo siente que está en clase, pero haría falta insistirle a los chavales mucho más (para así entenderlo uno mismo también) en qué significa realmente eso de evadirse de la realidad. Tal vez evadirse uno mismo es dificilísimo, mientras que es mucho más fácil que lo evadan otros. Quiero decir que al camino del ensueño o de la confusión pueden llevarnos los otros mejor que uno mismo; las cosas del mundo más que las cosas que uno siente por dentro... Uno vive rodeado de ruidos, voces y monsergas que se encargan precisamente, a diario, de mantenerlo en esa realidad que es más evadida y evasora que la realidad real. La realidad real o personal queda muy al fondo, muy escondida tal vez en las tripas intactas que una vez fueron casi transparentes, en la lejana infancia (y en aquellos días azules)... En la gruesa superficie de nuestras vidas, se superpone el collage de las 24 horas sucesivas y no hay tiempo (ni lugar) para nada más. Vivimos, pues, evadidos en esta realidad que, mirada con recelo y de cerca, nos resulta tan ajena. Y si uno empezara a quitarse capas y trozos de esa realidad ajena, ¿con qué se quedaría? ¿Con qué?
Mi estancia en Lisboa durante el último puente me sirvió, entre otras cosas, para mirar con distancia la realidad española y andaluza, etc., etc., que me envuelve. Las cosas de aquí se veían ridículas, no porque lo sean en sí mismas, sino porque todo se relativiza en la tozuda distancia que hace imposibles las alternativas; todo pierde importancia, incluso las obsesiones personales que se antojan sagradas... Estuve en Lisboa cuatro días de este invierno que no lo parece y logré evadirme de mi otra realidad; me evadieron realmente las cosas que allí había: el océano inmenso, los tranvías decimonónicos, los edificios putrefactos pero enteros, el monasterio de Los Jerónimos, la saudade de la gente... Mi abuela siempre decía que en todos lados hay lo mismo: gente que quiere pan. La sentencia no puede ser más cierta, pero yo no había llegado a pensar que quienes variamos somos nosotros de un lado a otro, pues cuando, trasladados de un lugar habitual a otro distante, dejamos de querer pan, nos encontramos con el yo antiguo y olvidado, aquel yo que no pensaba en el pan nuestro de cada día y al que no lo evadían los acostumbrados y periódicos ruidos. Entonces uno puede escuchar los sonidos imperceptibles de su corazón. Y los oye con nostalgia sonriente...
2 comentarios:
Lisboa es una ciudad bellísima. No sólo por lo que se ve, sino por lo que tú bien dices, por lo que se siente. ¿Te llevaste en la memoria algún poema de Pessoa?
Yo estuve allí el pasado verano y vine alucinado.
Me llevé en el corazón el leve y confuso aleteo de un verso desencajado: el poeta es un fingidor...
Allí, donde todo es poesía y ficción en imágenes palpables, lo confirmé en carne propia. Volveré algún día.
Me alegra que a ti también te gustara.
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