Leo por algún rincón huidizo de la prensa mañanera que en Sevilla se ha inaugurado una discoteca silenciosa. Imagino al empezar a leer a unos tíos bailando en el silencio, como recreándose en el ínterin enlentecido de una atmósfera extrañísima, como de astronauta que flotara en el espacio. Cuando sigo leyendo descubro el truco: el personal lleva unos auriculares y así cada uno escucha la música que quiere sin que los vecinos tengan que pasar la noche en vela, como ocurre en demasiadas ocasiones, según los telediarios. La idea parece buena. Pero a mí me choca, no sé por qué. Probablemente porque he pensado que con esta fórmula discotequera, los jóvenes no notarán el cambio del día a la madrugada, pues también durante la santa jornada de estudios veo a muchos que no se separan de sus casquitos; las bibliotecas silenciosas están llenas igualmente de gente con esos taponcitos en los oídos, abstraído cada cual en su mundo de watios apagados. Muchas veces he sentido curiosidad por saber qué escucha alguna cara muy seria que he encontrado en algún sitio. Me da por imaginar que escucha una música inesperada para esa cara. Por ejemplo, cuando he visto a un tío con entradas, canoso, de más de 50 años en el autobús urbano, con una mochila de adolescente y pantalones de pinza me da por imaginar que va escuchando a Miguel Bosé. O cuando veo a un adolescente con pelos punky y los pantalones casi arrastrando por el suelo, me da por imaginar que escucha a Montserrat Caballé. Este ejercicio imaginario me hace gracia. Y llego a un instante de curiosidad inaguantable en el que me falta muy poco para arrancarle el auricular al tal y averiguar si mi hipótesis era muy disparatada o no. Me imagino que en una discoteca silenciosa de éstas mi curiosidad estallaría en mil pedazos. En cualquier caso, la novedad me ha hecho reflexionar sobre las costumbres nuevas de esta postmodernidad que vivimos.
Uno salía antes a las discotecas para ver a las tías y charlar a voces con los amigos, contoneándose torpemente mientras el grupo de colegas decidía si volver a salir para volver a entrar. En fin, era una manera de pasar la noche y de comunicarte a trompicones con la gente, de estar en el mundo de la adolescencia que te había tocado. Y en ese ruidero aguantable que era la discoteca pueblerina te pasabas los suturdaynight haciéndote más maduro. Veías al personal e ibas descubriendo cosas. Y todo ello era la fase siguiente a la comunicación con tus iguales en el patio del colegio o en la calle, por la tarde. Ahora, como los niños se pasan las tardes solos con la play, parece lógico que la fase siguiente esté también marcada por la soledad de juan palomo. Seres aislados que van a la discoteca a escuchar lo suyo. Cada cual a lo suyo, mientras en el aire exterior no se oye una mosca... Pagas la entrada, te pones tus walkman y empiezas a moverte según el ritmo que te dicte la grabadora... Es posible que la música sea la misma para guardar la coordinación de todos, pero aun así las mentes se enlazarían por una lógica de voluntades independientes, sin que exista, objetivamente, una melodía que los abrace a todos... El futuro no es lo que era.
3 comentarios:
Pues la discoteca, al parecer, la han puesto en una calle junto a la mía, por lo que, por curiosear, igual un día voy. Y te contaré.
Saludos
A ver. Nosotros sí tenemos que vernos y contarnos. Y dejar el silencio aparcado, jajaja...
Eso digo yo, Álvaro. Que ya hace tiempo. Que no te he visto desde tu nuevo e.c.
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