El profesor y periodista Manuel Bernal (Los Palacios y Villafranca, 1962) se ha estrenado en el subgénero de la novela con un relato empapado de modernidad clonada, el de la vida de una chica empeñada en hacer honor a su nombre que se reconoce, sin embargo, como el paradigma callejero de una mujer de su tiempo, a su pesar. La novela, exquisita y modestamente encuadernada por la editorial jerezana AE, cuenta en primera persona los avatares cotidianos de una niña de familia bien y española a la que no se le escapa detalle de la miseria humana en estos albores del siglo XXI. La chica mirará el mundo a través de los ojos descreídos de su padre, de la hipocresía burguesa de su madre y de las inclinaciones más primitivas de cuantos personajes, reales y revestidos de ácida ficción, asoman por el libro, lógica culminación de un autor que ya ha dado muestras de una virtuosa ironía no sólo en otros libros de cuentos como El diario de los mártires, sino incluso en su poemario Las canciones del paraíso.
Primero como niña ingenua pero no tonta, luego como descubridora de la primera cancha que supone el sistema educativo, más tarde en el escenario de infinita fauna que puede contemplar durante el verano playero y finalmente como profesional víctima de un capitalismo cansino y de un ridículo afán sexual, Felicidad Mercado (nombre cargado de sarcasmo) descubrirá que, contra la máxima machadiana, hoy no es siempre todavía, sino que siempre fue tarde para empezar en un mundo en el que la acelerada búsqueda de la felicidad termina por convertirse en rutina paradójica. Asustan los deseos prosaicos de la protagonista porque el lector descubre que, pese al tratamiento humorístico en el que vienen envueltos, son también los suyos. Publicidad, religión, educación, folclore, familia, trabajo, vecindario, urbanismo, nuevas tecnologías, política e inmigración se entretejen en la prosa fina de Bernal de modo que levanta en 170 páginas un testimonio tan vivísimo como distanciado de la vida misma.
Su estilo, despiadado y escéptico en la raíz, puede recordar al Umbral más nostálgico de su eterna novela de la infancia o al Fernando Quiñones de una vanguardia andaluza basada en el habla y el razonamiento coloquiales. La narradora peca tal vez de inverosimilitud, sobre todo en fragmentos del principio, cuando es todavía una niña y en sus disquisiciones se trasluce demasiado el propio autor. Estos detalles, sin embargo, terminan olvidándose bajo el divertido chorro dialéctico de un monólogo que se lee solo y por el que pasa gente familiar que no entra en casa sólo por no traspasar la pantalla del televisor: desde el Lute a los Testigos de Jehová, desde Aznar al Carrefour, pasando por los Picapiedra, J.F.K., Mónica Lewinsky, Papá Noel o Adolfo Domínguez, todos en el mismo torbellino de un mundo cada vez más globalizado y estéril. Vanidad de vanidades.
Primero como niña ingenua pero no tonta, luego como descubridora de la primera cancha que supone el sistema educativo, más tarde en el escenario de infinita fauna que puede contemplar durante el verano playero y finalmente como profesional víctima de un capitalismo cansino y de un ridículo afán sexual, Felicidad Mercado (nombre cargado de sarcasmo) descubrirá que, contra la máxima machadiana, hoy no es siempre todavía, sino que siempre fue tarde para empezar en un mundo en el que la acelerada búsqueda de la felicidad termina por convertirse en rutina paradójica. Asustan los deseos prosaicos de la protagonista porque el lector descubre que, pese al tratamiento humorístico en el que vienen envueltos, son también los suyos. Publicidad, religión, educación, folclore, familia, trabajo, vecindario, urbanismo, nuevas tecnologías, política e inmigración se entretejen en la prosa fina de Bernal de modo que levanta en 170 páginas un testimonio tan vivísimo como distanciado de la vida misma.
Su estilo, despiadado y escéptico en la raíz, puede recordar al Umbral más nostálgico de su eterna novela de la infancia o al Fernando Quiñones de una vanguardia andaluza basada en el habla y el razonamiento coloquiales. La narradora peca tal vez de inverosimilitud, sobre todo en fragmentos del principio, cuando es todavía una niña y en sus disquisiciones se trasluce demasiado el propio autor. Estos detalles, sin embargo, terminan olvidándose bajo el divertido chorro dialéctico de un monólogo que se lee solo y por el que pasa gente familiar que no entra en casa sólo por no traspasar la pantalla del televisor: desde el Lute a los Testigos de Jehová, desde Aznar al Carrefour, pasando por los Picapiedra, J.F.K., Mónica Lewinsky, Papá Noel o Adolfo Domínguez, todos en el mismo torbellino de un mundo cada vez más globalizado y estéril. Vanidad de vanidades.
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