Este domingo asistí, desde las incómodas alturas del paraíso teatral del Lope de Vega, a la obra más conocida del sueco Strindberg: La señorita Julia, versión dirigida por Miguel Narros y protagonizada por María Adánez, la chica que algunos conocen por series televisivas tan recientes como Aquí no hay quien viva aunque yo la recuerda más y mejor por Pepa y Pepe. Su interpretación no estuvo mal, sobre todo teniendo en cuenta las exigencias del directo que pueden jugar una mala pasada con más facilidad sobre las tablas del escenario que frente a las repetitivas tomas de las cámaras para televisión.
La obra, algo tediosa porque es muy larga pese a transcurrir en la noche más corta del año, la de San Juan, es un ejercicio dialéctico que sirve de antesala a los verdaderos debates de género que tardarían décadas en vislumbrarse por el resto de Europa y no digamos en nuestro país, claro. Trata de una chica rica cuya vanidad la empuja a juguetear con los sentimientos de todos, incluido un criado de la casa llamado Juan, de muy buen ver y con un profundo resentimiento de clase. El criado mantiene ambiguas relaciones con la cocinera, en esas bambalinas de libertinaje moral que sólo la clase baja podía permitirse como contraprestación a su sacrificada vida. La señorita Julia no soporta esa retozada felicidad de sus criados y entra en acción. Coquetea con Juan y lo seduce ahora sí y luego no, con un ven aquí y un qué te has creído constante que termina por hartar al mayordomo y al público. Pero la carne es débil, de modo que el criado termina fornicando desesperadamente con la señorita, tan fresca ella. El tormento que comienza a partir de ahí constituye la verdadera esencia argumentativa de la obra. Para medirla justamente hay que trasladarse a 1888, pues un revolcón como ése no daría hoy ni para una tira cómica. Estamos hablando de una época en la que la mujer, por muy señorita que fuera, era una mujer. Además, la obra cuenta con el morbo de la mujer-poderosa y del hombre-sumiso.
Creo que los espectadores no terminaron muy satisfechos precisamente por no calibrar el fondo del argumento y la época. La obra habla de feminismo en pleno Modernismo, y traza una senda de disquisiciones morales que condena a sus personajes a la Modernidad sin haber salido del clasismo horripilante. Al no existir el contexto apropiado, no hay más remedio que terminar la cosa trágicamente. Pero la lección antimaniquea de unos personajes que piensan, hablan y actúan al margen de los valores y la moralina imperante se me queda en la retina mental. La vida de Johan August Strindberg (Estocolmo, 1849-1912) fue un coherente ejemplo de su avanzadísima obra.
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